No poner límites al Espíritu. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 26 del tiempo ordinario

Existe un celo excesivo por la pureza de la fe que, en aras de la claridad, tiende a trazar fronteras y levantar muros. Es un celo que puede partir de una inicial buena voluntad, pero que resulta excesivo, porque se inclina a excluir y a prohibir, como Josué en relación con los ancianos que profetizan indisciplinadamente, fuera del grupo, o Juan, que quiere prohibir exorcismos a “los que no son de los nuestros”.

Y precisamente en el asunto de la fe en Cristo, por la que obtenemos la salvación, no se trata de excluir sino de ir al encuentro, de abrir caminos y tender puentes, porque Cristo ha venido para ofrecer la salvación a todos, no solo a “los nuestros”. Tal vez recordemos la película “Uno de los nuestros”, sobre la terrible vida de la mafia americana. Cuando el celo se hace excesivo, cuando divide, prohíbe y excluye, tal vez no produzca mafias, pero sí sectas, que son malas (incluso perversas) caricaturas de la Iglesia.

Tanto Moisés como Jesús corrigen el celo excesivo, respectivamente, de Josué y de Juan. Lo deseable es que el don profético se multiplique cuanto más mejor. Y, en realidad, cualquier manifestación del bien debe ser reconocida venga de donde venga y la haga quien la haga. Ni el bien ni el profetismo son propiedad privada de nadie y no se pueden encerrar con muros ni prohibiciones, por eso deben ser reconocidos por encima de toda diferencia, más allá de toda frontera. Así, creo, debemos entender las palabras de Jesús: “el que no está contra nosotros, está a favor nuestro”.

Jesús pone de relieve el carácter profético de las más mínimas manifestaciones del bien, como el sencillo gesto de dar un vaso de agua. Y, si ese vaso de agua se da a los que son discípulos de Cristo precisamente por serlo, no quedará sin recompensa. Esto significa que la salvación que nos trae Cristo, y de la que los creyentes debemos ser testigos, es “contagiosa” y se transmite con facilidad a los que tienen los más mínimos gestos en favor de Cristo. O, dicho de otra manera, las fronteras de la fe son porosas, y Dios sabe encontrar cualquier excusa para extender la salvación por medio de los creyentes, pero más allá de ellos (por la vía del “contagio”).

Esto nos hace comprender la enorme importancia del testimonio cristiano, como verdadero agente de salvación para todo el mundo. Pero también comprendemos la gran responsabilidad que tenemos los creyentes. Si en vez de dar testimonio de nuestra fe por las obras del amor, lo que damos es escándalo por nuestro comportamiento cerrado, sectario o egoísta (pensemos en los tristísimos casos de los abusos sexuales, que, aunque sean minoritarios, causan un mal enorme), pecamos gravemente contra el plan salvífico de Dios.

Tal vez en este mismo sentido debamos entender la dura diatriba de Santiago contra los ricos corrompidos por sus riquezas, que, pudiendo hacer el bien con ellas, se las guardan para sí, acumulando absurdamente lo que ni les da la inmortalidad, ni pueden llevarse al otro mundo.

Y así, ciertamente, entendemos las durísimas palabras de Jesús contra el escándalo provocado por los creyentes. Jesús nos llama, ahora sí, a un celo extremo en la lucha contra el mal y el escándalo. Esto implica un fuerte ascetismo, grandes renuncias, algo así como “morir a este mundo”, para renacer a la vida eterna, que es la vida evangélica. Pero ese celo contra el mal es, al mismo tiempo, un celo extremo por hacer el bien, por llevar esa vida evangélica, que extiende la salvación y la contagia a muchos, gracias al testimonio de fe en Cristo, un Cristo que, además, nos enseña a reconocer y aceptar el bien sin muros ni fronteras, porque, como dice el refrán, “no se le pueden poner puertas al campo”, o, dicho en lenguaje cristiano, no se pueden poner límites al Espíritu de Dios.