Los fariseos eran sin duda personas dignas de elogio por su sentido de la higiene. Lo malo es que acentuaban tanto la limpieza externa que creían que la pureza religiosa dependía en exclusiva de ella y, de este modo, descuidaban la verdadera pureza del corazón. Eran muy limpios, pero carecían de misericordia.
La higiene es cosa importante, porque, aparte de ser agradable y estética, evita la propagación de enfermedades. Pero, por eso mismo, y con mayor motivo, es necesario atender a la limpieza interior, a la pureza del corazón, de las intenciones y las motivaciones, que nos mueven a actuar. Porque también en este ámbito se producen contaminaciones que provocan enfermedades, pero enfermedades del espíritu, tanto o más contagiosas que las corporales, y que amenazan nuestro vida en su aspecto más decisivo: el de la relación con los demás y con Dios, la fuente de todo bien.
Jesús critica con aspereza el celo fariseo por la pureza ritual meramente exterior, que lleva a considerar impuros en sentido religioso a los que simplemente no se habían lavado las manos. Y aprovecha la ocasión para darnos una enseñanza positiva: la importancia de atender sobre todo al interior del hombre como verdadera fuente del mal, pero también del bien. El mal y el bien no dependen del orden de las estrellas (fariseísmo astrológico), ni de otros factores externos, como la dietética o la higiene, que tendrán su importancia, pero no en el orden de la salvación. El bien y el mal proceden del corazón del ser humano, de su voluntad, de los valores que elegimos y de las motivaciones que nos mueven. Jesús realiza así una enérgica defensa de la libertad y la dignidad humanas: no somos juguetes del destino, sino que este último depende de nuestras decisiones. Al mismo tiempo, Jesús nos avisa de nuestra enorme responsabilidad: de dentro del corazón humano salen los males que dañan la convivencia y malogran la vida, todo aquello que nos mancha y nos hace impuros.
Pero esto implica que también pueden salir de él todos los bienes que nos ennoblecen, nos restablecen, nos ponen en pie y hacen resplandecer nuestra libertad, los bienes que, en definitiva, nos salvan.
¿Cómo hacer para evitar que salgan de nuestro interior todos esos males y hacer posible que broten los bienes? Alimentando nuestro espíritu adecuadamente, con esos dones perfectos que vienen de arriba, de Dios Padre, que nos ilumina con su Palabra, que ha sido plantada y se ha encarnado y ha venido a nosotros en Cristo Jesús. Es una Palabra viva, que nos purifica por dentro, limpia nuestros pecados, nuestros malos propósitos, y nos guía para que la pongamos en práctica. Es la Palabra por medio de la que Dios se ha hecho definitivamente cercano, porque podemos hablar con Él de tú a tú, y que nos da inteligencia y sabiduría para poner en práctica la buenas obras del amor.