El tenor de la primera lectura y del Evangelio revelan con claridad el modo en que Dios se relaciona con nosotros: no se impone a la fuerza, sino que se propone en un pleno respeto a la libertad humana. Su propuesta se realiza después de haber actuado: después de liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto y de haberlo conducido por el desierto hasta la tierra prometida; después de haber alimentado a la muchedumbre hambrienta con cinco panes y dos peces, y de iluminarla con su palabra que, como pan del cielo, sacia otras hambres más profundas y más esenciales.
Esto significa que, en cierto sentido, Dios le da al ser humano la última palabra. Él actúa por pura gracia, y después propone. Pero, finalmente, queda a la espera de la respuesta humana. No llama amenazando con males y castigos ante una posible negativa; sino que llama después de haber dado por pura gracia bienes que ningún otro podría dar.
Como vemos en la Palabra de Dios hoy, hay quienes responden positivamente, como el pueblo a la propuesta de Josué. Pero también hay quienes responden negativamente, como muchos de los discípulos de Jesús, que, como dice el texto evangélico, “se echaron atrás y ya no iban con él”.
La negativa de estos discípulos es, el fondo, el rechazo del mesianismo de cruz que Jesús les propone, el rechazo del camino de la entrega de la propia vida: querían los frutos de la salvación, pero no el camino que conduce a ella. Esto lo revelan las palabras con las que justifican su dimisión del seguimiento de Cristo: “este modo de hablar es duro, ¿Quién puede hacerle caso?”. A lo que Jesús les replica poniéndolos ante una alternativa radical, pero bien real: “el espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida”. Comer el pan que alimenta el cuerpo es satisfacer una necesidad básica, que permite seguir viviendo. Pero la cuestión es: ¿para qué vivimos? ¿Cuál es el sentido de nuestra vida? ¿Nos basta con sobrevivir, “mientras el cuerpo aguante”? O, ¿estamos hechos para metas más elevadas, las que designa el término “espíritu”? La carne (el bienestar, la prosperidad material) no sirve para nada, conduce a la nada, si se encierra en sí misma; pero sí que sirve, si “sirve”, si se pone al servicio, si eleva la mirada a esa vida plena, la vida eterna, que es posible sólo en comunión con Dios. Pero servir es darse, entregarse, renunciar, asumir la cruz. Jesús nos da no solo ejemplo, se nos da él mismo como alimento del espíritu, para poder vivir así.
El pleno respeto de la libertad humana lo muestra Jesús en la pregunta que, acto seguido, viendo a los Doce desconcertados, aturdidos, dubitativos ante el abandono de muchos, y ante un discurso que, tal vez, tampoco entendían del todo: “¿También vosotros queréis marcharos?”. La respuesta de Pedro (“¿a dónde iremos?”) me sugiere otra pregunta, respecto de los que acababan de abandonarlo: ¿a dónde irían, después de haber comido el pan material y espiritual que Jesús les había dado? Se ve que volverían a su vida cotidiana, gris, vulgar, marcada por ideales pequeños, de mera supervivencia, de pequeños o grandes egoísmos, sin perspectivas trascendentes, con la muerte como único horizonte: “el que se guarda la vida para sí, la pierde” (Mt 16, 25).
Pedro, respondiendo en nombre de los Doce, da a entender que, posiblemente no lo han entendido todo, que también en ellos hay resistencia a ese mesianismo de cruz, a esa existencia eucarística, que significa comer su carne y beber su sangre para convertirse uno mismo en alimento para los demás… Pero, pese a todo, ¿a dónde vamos a acudir?, ¿a quien iremos? Sólo Jesús tiene palabras de vida eterna, porque sólo él nos conduce a Dios.
Vivimos tiempos de una gran y masiva apostasía. Toda una civilización marcada por la fe cristiana; pueblos enteros conformados por la experiencia evangélica se echan atrás y ya no quieren seguir a Cristo. ¿A dónde irán? A esa existencia limitada casi solo al bienestar y la satisfacción propia, con escasa vocación de servicio, con casi nula capacidad de sacrificio.
Los creyentes en Cristo somos parte de esta civilización y miembros de estos pueblos. También nosotros tenemos nuestra resistencia al camino de la cruz. Pero ante la pregunta llena de respeto y de tristeza de Jesús, podemos y queremos hacer nuestras la palabras de Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”; y creemos y sabemos que sólo tú eres el santo consagrado por Dios, el único que nos salva del pecado y de la muerte. Y, por eso, queremos ser tus testigos ante este mundo que se aleja de ti.
Este testimonio se puede realizar de múltiples formas en la vida cotidiana. Una de ellas, especialmente eficaz y visible, se da en la vida matrimonial. Las palabras de Pablo en la segunda lectura no tienen nada que ver con ningún tipo de mentalidad patriarcal o de sumisión indebida. Reflejan, más bien, ese exquisito respeto que Dios tiene con nosotros y que nosotros, en este caso, lo esposos, deben tener entre sí: una entrega libre y mutua, en la que cada uno se hace libre servidor de su cónyuge; un amor que se entrega incondicionalmente, como Dios se nos ha dado en Cristo, como Cristo se ha entregado a su Iglesia. Si el ser humano deja padre y madre para unirse a su mujer o a su marido y llegar a ser una sola carne, significa que el marido no debe ser ni el padre ni el hijo de la mujer, ni ésta la hija o la madre del marido: son relaciones de igual a igual, de respeto a la identidad de cada uno, de entrega mutua, libre y sin reservas. La “carne una” que llega así a formarse es, por un lado, la unidad en la diferencia que refleja la unidad de las relaciones trinitarias; y, por el otro, la carne fruto de esa unión que nace en la vida de los hijos.
Concluimos el discurso del pan de vida. Acerquémonos sin miedo a comer este pan y beber de este cáliz, acojamos con generosidad el gran misterio del amor de Dios que se nos da en Cristo, para poder llevar una vida eucarística, de entrega y servicio, que anticipa ya en esta vida “en la carne” la vida eterna a la que estamos llamados.