El libro de los Proverbios invita a un banquete, pero no para el estómago, sino para el espíritu: no ofrece saciar el hambre física o dar placer culinario, sino prudencia y sabiduría. Aquí encontramos la clave de comprensión del pan del que nos habla Jesús.
Comienza hoy el evangelio con las mismas palabras con las que concluyó el de la semana pasada: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.» Jesús pasa al discurso del pan al discurso de su carne y su sangre. Y si el pan que ha bajado del cielo es su carne (y el vino, su sangre), es claro que aquí se trata de comer y beber, como hacemos con el pan y el vino. Si el pan vivo es su carne, nos es ofrecido para que lo comamos; y lo mismo con el vino, que es su sangre: se nos lo da para que lo bebamos.
Jesús usa hoy expresiones muy fuertes, que suenan a antropofagia y que pueden producir, y producen, una sensación de repugnancia y rechazo. Tal vez Jesús pretende precisamente enfrentarnos con nuestra propia reacción de repugnancia y rechazo, pero no referidos a una supuesta antropofagia, sino al misterio de la Cruz, que es de lo que, en realidad, está hablando.
La tensión creciente que se siente en este diálogo de Jesús con sus discípulos tiene que ver con esto: ellos pretendían un mesianismo de fuerza y de victoria, que les parecía perfectamente viable, visto el poder mostrado por Jesús en la multiplicación de los panes. ¿Quiénes eran en realidad estos discípulos, cinco mil, reunidos en un lugar alejado? Se dice en el texto que eran “hombres”, esto es, varones. Este detalle lo confirma la apostilla del texto paralelo de Mateo (14,21) que indica que eran cinco mil “sin contar las mujeres y los niños”. Es decir, probablemente eran solo hombres (sin mujeres ni niños) reunidos en un lugar apartado para organizar un levantamiento militar, y querían que Jesús lo encabezara: con los poderes que había mostrado su logística estaba garantizada y su victoria era segura.
Pero Jesús les habla de otro pan, de otras metas, más elevadas que las políticas, de otro mesianismo, que no pretende vencer sino servir, que no está dispuesto a destruir a los enemigos, sino a entregar la propia vida para vencer toda enemistad y sus causas.
Y es esta perspectiva la que produce, como hemos dicho, repugnancia y rechazo: no sólo el rechazo de la Cruz de Jesús, que frustraba las falsas expectativas mesiánicas de muchos de sus discípulos, sino también el hecho de que ese era el camino que Jesús les ofrecía también a ellos. Rechazar la Cruz de Cristo significa rechazar la cruz en mi propia vida, no estar dispuesto a tomar la propia cruz y seguir a Jesús (cf. Mt 16, 24).
El discurso del pan de vida es un discurso sobre la Eucaristía. Pero la Eucaristía es el memorial y la actualización de la Pasión de Cristo. Aceptar el misterio de la Eucaristía y comulgar ese pan y ese vino significa aceptar y asumir el misterio de la cruz, el estilo de vida que consiste en servir, en amar, en entregar la propia vida.
Y, sin embargo, no se trata de una perspectiva lúgubre y oscura. Al contrario, como dice la primera lectura, se trata de un verdadero banquete luminoso, que da prudencia y sabiduría, la sabiduría del amor.
A diferencia del vino, que en exceso (nos avisa Pablo) nos aturde y abotarga, a diferencia de todos los otros sucedáneos que nos ofrecen consuelos efímeros y engañosos, el pan y el vino eucarísticos nos llena del Espíritu de vida y alegría. Es evidente que lo más importante, al comer y beber el pan y el vino eucarísticos, son las buenas obras de una vida vivida eucarísticamente. Pero, como nos recuerda Pablo, no nos olvidemos también de celebrar, de alegrarnos cantando y entonando salmos, himnos y cánticos inspirados, dando gracias a Dios por todo lo que nos ha dado y nos da en nuestro Señor Jesucristo.