Elías, perseguido y amenazado de muerte, huye, pero, abrumado por el peso de su misión, que le
expone a peligro constantes, se desea la muerte, se la implora a Dios. Así sucede con frecuencia
en la vida humana: abrumados y sin fuerzas para seguir adelante, nos parece que la muerte es la
única salida posible. Es significativo que en nuestra cultura de la técnica y el bienestar (gracias a
aquella, precisamente), se ofrezca la eutanasia como alternativa al sufrimiento. No es sólo que
haya quien se desee la muerte (esto, como vemos, lo ha habido siempre), sino que los que deberían
ofrecer soluciones constructivas (pan y agua para seguir el camino) suscitan, favorecen y ofrecen
la muerte como casi única (y trágica) alternativa.
Dios, como vemos, por medio del ángel, abre para Elías horizontes nuevos, le da pan y agua para
fortalecerlo internamente y, con esas fuerzas, confirmar su camino y realizar su misión. El pan
recibido por Elías evoca el maná, el pan con el que Dios alimentó a su pueblo en la travesía del
desierto. Pero ese pan es, sobre todo, una profecía del verdadero maná, el pan bajado del cielo que
no solo alimenta nuestro cuerpo para que podamos caminar por este mundo, sino también nuestro
espíritu, para que podamos cumplir nuestra misión, nuestra vocación humana y cristiana, y nos da
ya en anticipo la participación en la vida eterna, la vida de Dios.
Este pan bajado del cielo y verdadero maná es el mismo Cristo, hombre verdadero (se conoce su
origen y a sus familiares), pero en el que, al mismo tiempo, “habita toda la plenitud de la divinidad”
(Col 2, 9), y que, en consecuencia, y si lo aceptamos en fe, nos pone en relación directa con Dios
Padre.
Podemos entender la dificultad de los judíos en aceptar la palabra de Jesús: “yo soy el pan que ha
bajado del cielo”, porque decir de sí mismo que es pan y maná verdadero y que debemos comerlo
resulta en verdad chocante.
La respuesta la encontramos al final del texto evangélico que hemos leído hoy: Jesús identifica el
pan con su carne, aludiendo así a la Eucaristía (“este pan es mi cuerpo”), que remite a su vez a la
entrega de su vida en la Cruz.
Volviendo al espinoso asunto de la eutanasia, se podría decir que la muerte es inevitable y que, en
definitiva, también Jesús se refiere a ella como un destino y, además, como una elección personal.
Pero entre una forma de muerte y la otra hay una diferencia esencial, que indica también el modo
radicalmente distinto de entender la vida y cómo vivirla. Se puede poner el sentido y la meta de
nuestra existencia en la voluntad de disfrutar de esta vida, y en el caso extremo, la voluntad de no
sufrir, que se traduce en el deseo de morir que expresa Elías. Aquí la muerte es una huida y un
punto final. Otra cosa muy distinta es vivir la vida como vocación, como misión y como servicio,
que no excluye disfrutar de la vida, pero que exige alimentarse adecuadamente, de manera
saludable. La vocación de servicio implica la disposición a dar o entregar la vida, que es algo muy
distinta de quitársela. Dar la vida, hasta la muerte si es preciso, como Jesús, como los mártires, no
es poner un punto y final, sino el punto de partida de una vida superior, la vida eterna de la que
habla Jesús y que se ha hecho real en su resurrección.
La primera opción, que afirma la propia vida (y la propia muerte) como propiedad privada
exclusiva, conlleva un egocentrismo rayano en el egoísmo, que conduce con facilidad a la
agresividad, el rencor, la ira, al indignación y toda suerte de maldad, actitudes todas que entristecen
al Espíritu Santo de Dios. La opción que nos enseña Jesús significa hacer del amor la norma de
nuestra vida, imitar a Cristo que nos amó y se entregó por nosotros, y que produce frutos de
bondad, compasión y perdón mutuo, anticipos de vida eterna, la vida de Dios, que ya actúa en
nosotros por la fe en Cristo.
No es fácil vivir así, no es un camino de rosas. Se parece con frecuencia a un camino por el desierto.
Para recorrerlo debemos alimentarnos adecuadamente. Jesús nos da ese alimento, el pan y vino
eucarísticos, su cuerpo y sangre entregados para la vida del mundo.