El Señor, nuestra justicia. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 16 del tiempo ordinario

Dice Pablo que Jesús ha derribado con su cuerpo el muro de odio de divide a judíos y gentiles, de modo que, de dos pueblos enemigos y divididos, ha hecho uno solo, instaurando la paz entre ellos.

Es verdad que la fe en Cristo Jesús reúne en la Iglesia (el nuevo pueblo de Dios) a gentes de todo pueblo y nación, de toda condición social e ideología, que, por encima de todas las diferencias que los podrían enfrentar, se reconocen como hermanos. Jesús, en verdad, derriba muros y construye puentes.

Pero la experiencia nos dice que nosotros, los seres humanos, somos especialistas en la dirección contraria, en construir muros y volar puentes. Jesús en la cruz, con su cuerpo, nos llama a unirnos en él en una misma familia, la de los hijos de Dios. Pero vemos que el mundo sigue lleno de muros (físicos, mentales, ideológicos…), de divisiones y de odios, de guerra abiertas y soterradas. Y lo malo del asunto es que también nosotros, los cristianos, unidos y pacificados en Cristo, nos dejamos llevar con frecuencia por esos impulsos que nos alejan de la paz y el amor de Cristo, alejándonos entre nosotros. En vez de constructores de paz y fraternidad con los de lejos, somos sembradores de división y enfrentamiento también con los de cerca, con los que comparten la misma fe en Cristo (ahí está, como triste ejemplo, la división de los cristianos) e, incluso, con los que estamos unidos en una misma comunidad eclesial (familiar, parroquial, religiosa, etc.)

El reproche del profeta Jeremías a los pastores de Israel, que no unen ni guían al rebaño, sino que lo dividen y dispersan, nos lo podríamos dirigir de un modo u otro a nosotros mismos, que, estando en Cristo, deberíamos prolongar esa acción benéfica de Cristo de derribar muros, unir a los distintos, superar odios, extender la paz a cercanos y lejanos.

Tal vez, lo que nos sucede es que no estamos real y suficientemente en Cristo, y debemos volver a él, que, como a los apóstoles, nos espera y nos invita a retirarnos, a serenarnos y pacificarnos. Y a nosotros, como a aquella multitud que lo buscaba como ovejas sin pastor, nos acoge con conmiseración y paciencia, para enseñarnos con calma a construir puentes y a derribar muros.

La clave de esta forma de actuación de Jesús está en que en él encontramos una actitud nueva, que no subraya ante todo los derechos propios (a descansar en paz, a comer, a atender a la multitud sólo según el horario establecido), sino las necesidades ajenas, ante las que reacciona con lástima, con amor, con paciencia. Y esta es la primera lección que nos enseña. Acercándonos a Cristo, nos acercamos al Padre, y nos acercamos entre nosotros, participamos de un mismo Espíritu, nos convertimos en un mismo pueblo que aprende de Cristo a vivir en paz y a difundir esa paz con los cercanos y los lejanos.