Bendecidos por Dios, ligeros de equipaje. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 15 del tiempo ordinario

Al levantarnos por la mañana, algo amodorrados todavía por el sueño reciente, nada hay mejor que una buena ducha para despejarse y empezar el día en plena forma para afrontar las tareas que nos esperan. Algo similar sucede con la vida del espíritu. Andamos a veces somnolientos y amodorrados, insensibles a la Palabra de Dios, poco motivados para vivir según el espíritu del evangelio, el espíritu de Jesús, en el que, sin embargo, decimos creer. Y así es muy difícil cumplir con nuestra vocación de profetas y apóstoles. Lo mejor es sacudirse la modorra con una buena ducha o, mejor, con un buen chapuzón de Espíritu Santo, como el que se describe con tanta fuerza e intensidad en la carta a los Efesios. Ante todo, hay que elevar el espíritu a Dios en actitud de bendición y de acción de gracias. Así se abre el grifo de las sobreabundantes bendiciones de Dios sobre nosotros. La gran bendición es la persona de Cristo, que nos ha puesto en contacto con el Espíritu de Dios, con el cielo, que ha venido a la tierra por él, y de esa manera ha hecho presente la eternidad en el tiempo, la llamada y la elección (el amor) de Dios, sobre cada uno de nosotros. Es cierto que el pecado, nuestros pecados operan como una barrera, una especie de maldición, un paraguas que frena la lluvia de bendiciones de Dios, pero estas obran también en forma de perdón, que nos limpia y nos hace inmaculados, irreprochables por ese amor que recibimos, acogemos y tratamos de dar a los demás. Y todo esto, con sobreabundancia, sin escatimar nada, un verdadero derroche de gracia, sabiduría y prudencia, que, si acogemos sin reticencias, nos hacen conocedores ciertos de la voluntad de Dios, su plan sobre la historia y la humanidad: la plena reconciliación de cielo y tierra, de Dios y los hombres, de todos los seres humanos entre sí.

Esta ducha, este baño sobreabundante nos habilita para la vocación profética y apostólica. Podemos realizar esas funciones de modo más o menos “profesional”, como por obligación, cumpliendo un rol que hemos asimilado sea por costumbre, sea por tradición, pero siempre habrá un deje de falsedad o de vaciedad en ese modo de cumplimiento. Es el espíritu lánguido que anima a Amasías, sacerdote del reino del norte, que entiende también así la misión profética de Amós. Pero este le responde que no es un profeta “profesional”, que su profesión es otra, y bien normal, pero que si profetiza es porque ha experimentado la fuerza de Dios, que lo ha arrancado de esa tranquila cotidianidad para hacer de él heraldo de su Palabra.

Y algo similar sucede con los apóstoles enviados por Jesús. Si fueran profesionales cumpliendo un rol probablemente deberían haberse pertrechado bien de medios poderosos, medios materiales y de propaganda eficaz. Pero Jesús los envía, por así decir, a pecho descubierto, ligeros de equipaje, pero, eso sí, dotados de un poder superior, el poder que el mismo Jesús porta en sí como Hijo de Dios y Mesías, y que él comparte generosamente con sus discípulos: el poder de vencer al mal con la fuerza del bien y de sanar todo tipo de males del cuerpo y del espíritu. Y ese poder lo han adquirido en el trato cotidiano con Jesús, que les ha permitido ir asimilando el mensaje evangélico que él encarna en su persona.

Hemos sido bautizados por el agua y el Espíritu, Dios ha derramado sobre nosotros ese derroche de bienes, y de ese modo hemos sido constituidos en profetas y apóstoles del Evangelio, en testigos y heraldos del mismo Jesucristo que nos envía. Pero tenemos que alimentar esta conciencia, que fortalecer este espíritu, para hacernos conscientes de este envío y poder cumplir con la misión encomendada. Para ello es preciso el trato habitual con Cristo: escuchar su Palabra, asimilarla, dejar que nos conforme por dentro; tenemos que sentarnos a la mesa de la Eucaristía, que él prepara para nosotros, necesitamos acudir a él para que nos conceda el perdón, por nuestra frialdad y tibieza, porque con frecuencia olvidamos la abundancia de los bienes que hemos recibido y que recibimos de él.

Bendigamos a Dios, Padre de nuestro señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales.