La importancia de que haya un profeta. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 14 del tiempo ordinario

Jesús se acerca a su aldea, después de haber comenzado su ministerio, cuyos ecos han llegado hasta sus paisanos. Y la reacción de estos es sorprendente: por un lado, ven que hay en él algo extraordinario: su sabiduría, la excelencia divina de su doctrina, los milagros que realiza. Pero, por el otro, están cegados por sus prejuicios: por ser quien es, uno al que conocen desde pequeño, igual que conocen a sus familiares, no pueden aceptar que sea alguien especial, no les resulta creíble. Si hubiera llegado un extraterrestre, o tal vez simplemente un extranjero, hubieran estado más dispuestos a escucharlo y hacerle caso.

La cercanía, que puede parecer una ventaja, puede convertirse en un obstáculo. Al que conocemos de cerca podemos señalarlo con el dedo, sabemos su historia, también sus debilidades. En el caso de Jesús, aunque ignoramos prácticamente todo de su vida en Nazaret y de su trabajo como carpintero, nos resulta difícil señalar esas debilidades, pero parece que sus paisanos no tuvieron esa dificultad, y el simple hecho de haberlo conocido como una “persona normal”, les impedía aceptar esa sabiduría que mostraba y esos hechos extraordinarios que era capaz de hacer. Jesús, no obstante, pese a intuir, tal vez, ese recibimiento hostil, se acerca a Nazaret, predica allí y alcanza a curar algún enfermo. Dice el texto que “no pudo” hacer allí milagros a causa de su falta de fe. El poder salvífico de Dios no puede operar cuando el ser humano se niega a acogerlo. Pero no por eso deja Dios de dirigirse a los hombres, de visitar sus aldeas, de anunciarles la Buena Noticia. Como dice el libro del profeta Ezequiel, a pesar del rechazo, lo importante es que haya un profeta, importa que el profeta se haga presente y hable en nombre de Dios. Tal vez, precisamente por el rechazo, es más importante esa presencia, que se sepa que ha habido un profeta y, en nuestro caso, más que un profeta, Aquel del que hablaron todos los profetas.

Merece especial atención la debilidad de los enviados. Como hemos dicho, en el caso de Jesús nos resulta difícil imaginar flancos débiles a los que pudieran agarrarse sus paisanos, excepto el hecho de ser un hombre como lo somos todos, y de que lo conocieran bien y de cerca. Pero es muy interesante lo que nos cuenta Pablo sobre su propia debilidad, su “aguijón en la carne”. No sabemos lo que era (si era físico, o psicológico, o moral…) y tal vez sea bueno no saberlo, porque así cada uno de nosotros puede aplicarse el cuento, ya que todos tenemos alguna espina de un tipo u otro. Y, si bien, es natural querer librarse de ella, puede resultarnos útil para no caer en la soberbia de creernos perfectos, de que todo lo que hacemos y conseguimos es por méritos propios, y para fomentar la confianza en el que nos fortalece por dentro. Los profetas, los apóstoles, los discípulos y seguidores de Jesús, todos tenemos nuestras debilidades, nuestros aguijones, que tenemos que reconocer con humildad, como Pablo, para saber que nuestra fuerza no reside en nosotros, sino en la gracia que recibimos del Señor. El mero hecho de que el mensaje que predicamos ya nos sobrepasa con mucho, es ya un cierto “aguijón en la carne”: sabemos que no estamos a la altura de lo que pretendemos transmitir, de Aquel del que queremos dar testimonio.

Hoy vivimos en muchas partes un ambiente de rechazo del mensaje evangélico. La pregunta es si ese rechazo se debe a nuestras debilidades y pecados, o a otras causas. A veces serán esas debilidades lo que provoca el rechazo. Podemos pensar, por ejemplo, en los casos, tan dolorosos, de los abusos sexuales. Es muy importante tener el valor de no esconderlos, de reconocerlos, cuando se dan, de responder al mal realizado con el bien, por medio de la atención a las víctimas, de la reparación en lo posible, también, todo hay que decirlo, de la ayuda a los que han caído, para que se puedan levantar. La humildad de reconocer los problemas y las debilidades es un signo de que no nos predicamos a nosotros mismos, de que nosotros mismos somos objeto de la salvación y la misericordia de Dios que predicamos.

Pero debemos reconocer que el rechazo también se debe a una mala disposición, a prejuicios y cegueras más o menos voluntarias, como la que afectaba a los paisanos de Jesús. Los que ven con claridad nuestras debilidades y las usan como excusa para rechazar el mensaje evangélico, se niegan a ver el bien que se hace en nombre de Cristo, y que no es poco. Pero, a pesar de esto, no debemos volver la espalda con indiferencia o con desprecio a los que nos rechazan. Ezequiel, pese a todo, se dirige a su pueblo y les predica, Jesús acude a Nazaret y cura a sus enfermos. Dios hace el bien sin importar el éxito social. Y nosotros debemos hacer lo mismo. No cansarnos de hacer el bien, porque, aunque el ambiente de hoy sea preponderantemente de rechazo, lo importante es que se sepa que Dios sigue enviando profetas, apóstoles y testigos ya que, pese a todo, Dios no se olvida de su pueblo, y sigue, hoy como ayer, recorriendo nuestras aldeas para enseñarnos.