Talitha qumi! Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 13 del tiempo ordinario

La tempestad calmada por Jesús es un signo de las circunstancias externas que nos rodean amenazándonos y que no podemos dominar. Pero hay otras amenazas difíciles o imposibles de controlar que llevamos en nosotros mismos. De ellas, la enfermedad y la muerte, nos habla el Evangelio de hoy, personificadas en dos mujeres, una madura y la otra una niña de doce años. En los dos casos Jesús actúa curando la enfermedad y devolviendo a la vida. Pero se podría objetar que estas victorias parciales contra la enfermedad y la muerte poco significan ante la evidencia de los sufrimientos de tantos enfermos que no encuentran esa respuesta sanadora de Dios, y ante el hecho incuestionable de la muerte, que, al final, siempre acaba venciendo. Tanto la mujer hemorroísa, como la hija de Jairo (y todos los que fueron curados por Jesús), acabaron muriendo.

Es esa evidencia la que ha llevado a considerar la vida una “enfermedad mortal”, y a resignarse ante la muerte como única solución. Algunos, como los antiguos filósofos epicúreos, proponían centrarse en la sensación del momento, porque, decían, mientras sentimos la muerte no nos toca, y cuando morimos dejamos de sentir y, por tanto, de sufrir (y de gozar, claro). Si la muerte es nuestro único horizonte cierto, entonces, parece que la única postura razonable es, dicho con palabras de Pablo, “comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1 Cor 15, 32).

Sin embargo, Jesús, con sus acciones proféticas de sanación y de restauración de la vida, encarna y hace visible lo que con tanta claridad afirma el libro de la Sabiduría: “Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera”.

¿Cómo entender estas palabras ante la evidencia de la enfermedad, el sufrimiento y la muerte? En primer lugar, hay que decir que la vida (y la salud, que la revela y preserva) son bienes en sí mismos, que hay que agradecer, cuidar, preservar y fomentar. Dios nos ha dado recursos para ello (por ejemplo, la medicina), por lo que tenemos la responsabilidad de hacerlo, para nosotros mismos y para los demás, como expresión de amor verdadero; también podemos orar a Dios pidiéndole por la salud y la vida propia y ajena. Pero siendo valiosas, la salud y la vida son limitadas y parece razonable aceptar que no podemos vivir en las condiciones de este mundo para siempre, ni debemos hacerlo a cualquier precio. Lo recordaba el Papa Ratzinger en su encíclica Spes salvi: en las condiciones reales de nuestro mundo “seguir viviendo para siempre –sin fin– parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable” (Spes Salvi 10).

De hecho, a diferencia de la mujer hemorroísa y de la hija de Jairo, no todos son salvados de la enfermedad y de la muerte (que, recordémoslo, también acabaron muriendo). Por eso, debemos entender las palabras del libro de la Sabiduría pensando en una vida que, sí, empieza en este mundo, pero apunta a una vida superior. El mismo Jesús nos lo recuerda: da de comer a los hambrientos, pero después les dice: “trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna” (Jn 6, 27). Hay en esta vida valores que valen más que la vida.

Esto nos permite entender el significado espiritual de las dos acciones de Jesús hoy. Porque lo que los evangelios nos transmiten sobre la acción de Jesús no es sólo la crónica de un favor personal hecho a determinada persona, sino que tiene un significado universal, y para cada uno de nosotros.

La enfermedad de la hemorroisa se puede interpretar, a partir de la mentalidad de la época, como una situación crónica de impureza. Existen formas de dependencia, como el alcoholismo, la drogadicción, el juego o la pornografía, que limitan la propia libertad, impiden vivir con plenitud y llegan a dominar a la persona hasta el punto de amenazar su integridad moral, social y física. Tratándose de una persona adulta, como en el caso de la hemorroísa, puede uno intentar librarse de esa atadura por uno mismo, haciéndose propósitos, tomando decisiones, gastando todas las energías y los recursos propios. Pero las dependencias llegan a un punto en el que los esfuerzos individuales son insuficientes. Reconocer la propia situación (no engañarse diciendo que “yo lo domino”) y la propia impotencia, así como la necesidad de ayuda, es el primer paso para la curación. En el método de los 12 pasos usado por los grupos de Alcohólicos Anónimos (y de otras dependencias), uno de los primeros consiste en reconocer que sin la ayuda de Dios la liberación no es posible. La mujer del Evangelio así lo entendió y recurrió a Jesús. “Tocarlo” fue una forma de creer, confiar y establecer con él una relación personal. Tocando a Jesús, recurriendo a él, su fuerza salvadora se nos transmite y nos cura. Basta que tengamos fe.

En el caso de la niña, hija de Jairo, la situación es todavía más peliaguda. Uno puede ser responsable de sus dependencias, incluso de su propio fin. Pero nada nos parece más injusto que la muerte de un niño, que, por no tener todavía responsabilidad, tampoco tiene culpa alguna. En realidad, ante la muerte, todos somos niños completamente impotentes. A causa del pecado, que es el extrañamiento de Dios, fuente de la vida, la muerte se nos antoja la total destrucción de la vida, el hundimiento en la nada. De esa muerte espiritual, que entró en el mundo por el pecado, habla el libro de la Sabiduría. Pero este mismo libro, de palabra, y Jesús con su modo de actuar, dicen que Dios no ha creado la vida para condenarla a la nada de la muerte, sino para que perdure; y por eso nos avisa de que la niña no está muerta, sino dormida: la muerte física es una dormición, un traspaso a una vida superior. Como los que oyeron sus palabras muchos, también tal vez nosotros, no podamos menos que sonreír con escepticismo; y los hay que se ríen abiertamente. Pero en el asunto de la muerte Jesús no estaba para bromas y sabía lo que decía: él mismo iba a dormir el sueño de la muerte humana, para abrirnos las puertas de la vida nueva, para hacernos partícipes de su resurrección. De hecho, tanto el verbo que usa dirigido a la niña: “levántate” (ἐγείρω, egeíro), como el que describe que “se puso en pie” (ἀνίστημι, anístemi) son verbos de resurrección.

Repito, todos somos niños impotentes (aunque, tal vez, no siempre totalmente inocentes) ante la muerte. En las palabras de Jesús dirigidas a la niña, dormida con el sueño de la muerte, nos está llamando a todos a ponernos en pie, a crecer y entrar en la madurez de la fe, a caminar siendo, por medio de nuestras obras de vida nueva, testigos de la resurrección (de la que tantos siguen riéndose). Un signo claro de vida nueva, que da testimonio de la resurrección y la anticipa, es la generosidad de la que habla Pablo: ser solidarios, capaces de renunciar a lo propio (que es morir un poco), para que otros puedan vivir.

Somos limitados y mortales. Pero podemos acercarnos a Cristo, tocarlo y dejarnos tocar por la fuerza de su Palabra, que nos purifica, y, como la hija de Jairo, alimentarnos con el pan de la Eucaristía, por el que empezamos ya en esta vida a gustar de la nueva vida del Resucitado.