La tempestad calmada. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el 12º domingo del tiempo ordinario

Con una gran fuerza expresiva Dios le dirige a Job un duro reproche. Es verdad que es la respuesta a los reproches de Job, que por su parte ha protestado su inocencia, rechazando que sus sufrimientos sean los castigos por supuestos pecados, que él segura no haber cometido. El reproche de Dios a Job se podría resumir con las palabras “no quieras enmendarle la plana a Dios”. Los grandes fenómenos de la naturaleza, que apenas alcanzamos a entender y a dominar, son como un niño pequeño comparados con Dios, al que no podemos abarcar en modo alguno. Pero el reproche no es amenazante, sino que está acompañado de un suave tono de benevolencia: Job, y con él todos nosotros, somos invitados a rendirnos ante el misterio de Dios, que está infinitamente por encima de todo lo que podemos entender e imaginar. No es temor lo que de este modo Dios pretende provocar, sino confianza. Y es que el mero hecho de que Dios permita a Job encararse con Él, y además se digne contestarle, es índice de que Dios no rechaza el diálogo, sino que viene al encuentro.

Confiar significa aceptar lo que no podemos dominar ni controlar en todo o en parte. Es verdad que la confianza comporta un riesgo, pero es también la condición para poder abrirse y establecer relaciones positivas, de cooperación, amistad y amor.

Ante la grandeza inabarcable del misterio de Dios podemos tener (y con frecuencia tenemos) la impresión de que Dios se ha olvidado de nosotros, o de que es indiferente a nuestros problemas, a los peligros que nos acechan, a nuestras angustias y temores. Como les sucede a los apóstoles en la barca zarandeada por la tempestad, nos parece que Dios duerme y no le importa que nos hundamos.

La tempestad calmada por Jesús es un signo de que el Dios que ha creado la naturaleza y es, por tanto, capaz de dominarla, se preocupa por nosotros. De hecho, su preocupación le ha llevado a acercarse tanto a nosotros, que se ha hecho “uno de los nuestros”, asumiendo nuestra pequeñez y debilidad, sintiendo nuestros cansancios y pesadumbres, sometiéndose a los peligros que nos acechan. El Jesús que calma la tempestad, suscitando la admiración de sus discípulos, pues descubren que en él actúa la fuerza creadora de Dios, no lo hace ahora, sin embargo, poniéndose por encima de esas fuerzas naturales descomunales, como en el libro de Job, sino que antes ha sido zarandeado por la tempestad, exactamente igual que sus discípulos.

Podemos entender el fenómenos atmosférico de la tempestad como la cifra de esas otras tempestades que experimentamos a menudo en el plano personal, emocional y psicológico, y también en el social, moral e histórico, que nos zarandean de tantas formas, que nos amenazan y ante las que nos sentimos impotentes. En medio de ellas, Jesús nos exhorta a confiar, a no perder la fe, a no dejarnos vencer por el temor o la desesperación.

Naturalmente, la preocupación de Dios hacia nosotros no siempre discurre por los cauces que nosotros desearíamos. Por eso podemos identificarnos con Job y levantar nuestra protesta ante y contra Dios. Pero la respuesta divina, que sólo es posible descubrir desde la fe a la que nos llama Jesús, es mucho más radical y definitiva que todas nuestras expectativas.

Si Jesús duerme en la barca es precisamente porque participa de nuestras limitaciones y pesadumbres, e, incluso en medio de la tempestad, le rinde el cansancio. Jesús ha asumido hasta el final nuestra debilidad y la entiende desde dentro. Eso es precisamente lo que le ha llevado asumir la extrema debilidad de la muerte humana, que no ha querido esquivar. Por este motivo, Jesús no se convierte en una especie de talismán mágico para resolver problemas puntuales: esto sería valorarlo, como dice Pablo, según la carne. En Jesús encontramos, en cambio, la respuesta radical ante la radicalidad del mal del pecado y de la muerte.

La muerte de Cristo es la expresión extrema del amor que Dios nos tiene: su muerte es la nuestra, la muerte humana. Y así como calma la tempestad y domina la naturaleza, así también vence el poder la de muerte y nos hace partícipes de la fuerza de la resurrección. Y lo notable es que la resurrección de Cristo, que ya ha sucedido en la historia, no es para nosotros una remota esperanza de algo que sucederá sólo al final de los tiempos, o al final de nuestra existencia en este mundo, sino que “lo antiguo ha pasado, lo nuevo (ya) ha comenzado”. Unidos a Cristo por la fe y los sacramentos podemos ya ahora vivir esa vida nueva, basada en el amor, lo que significa no vivir sólo para sí (según la carne), sino para el que murió y resucitó por nosotros, vivir como Jesús, en espíritu de servicio, con generosidad, dando la propia vida, creando la fraternidad propia de la familia de los hijos de Dios.

Seguiremos zarandeados, es verdad, por muchas tempestades, pero la fe nos ayudará a mantenernos en pie, a seguir confiando, a no hacer de esas situaciones difíciles excusas para dejar de amar.

Creemos que Dios se preocupa de nosotros. Y esa fe nos ilumina para comprender que nosotros mismos somos instrumentos de la preocupación de Dios en favor del bien de nuestros hermanos.

La tradición ha visto en esta barca en medio de la tempestad una imagen de la Iglesia, acosada por tantos peligros externos (las olas) e internos (la falta de fe). A pesar de los pesares, creemos que Cristo está en ella, y esto nos anima a seguir bregando, trabajando por el bien de todos, con la confianza de que él calmará la tempestad y nos llevará a buen puerto.