Grandes proyectos humanos, en la antigüedad y en tiempos recientes, sobre todo en el terreno político, social y moral, han fracasado, porque han querido construir torres de Babel, asaltar los cielos, realizar la utopía, es decir, construir una especie de Reino de Dios en la tierra con las solas fuerzas humanas, sin contar con Dios y sin respetar la realidad, modelándola y forzándola a partir de determinadas ideas filosóficas o religiosas. Es loable tratar de mejorar las cosas, porque expresa la conciencia de la imperfección presente y la aspiración a la plenitud. Pero no es realista y es índice de soberbia, querer hacer eso por las propias fuerzas, como si todo dependiera de nosotros. Porque esa imperfección que queremos superar habita no sólo en las circunstancias externas, sino también en el corazón humano, que porta en sí ese germen de mal y lo proyecta en todo lo que hace.
La palabra de Dios hoy nos exhorta a unir la responsabilidad, que sin duda se refleja en esos intentos, a la confianza que supone saber que no todo depende de nosotros. Las sencillas pero profundas parábolas de Jesús en el Evangelio de hoy lo expresan con claridad. Hay mucho que depende de nosotros: tenemos que trabajar, que sembrar, que cosechar… Pero lo más importante escapa a nuestras posibilidades. Hay momentos en los que tenemos que esperar con confianza y paciencia: la naturaleza y también Dios hacen su parte. Y esto, que ya sucede en el ámbito de la técnica (de la agricultura, de donde Jesús toma hoy sus ejemplos), tanto más en el terreno del bien y de la justicia, en las relaciones entre los seres humanos, en la relación con Dios.
Jesús ha venido a traer el Reino de Dios a este mundo: hacer presente y cercano a Dios para los seres humanos que nos olvidamos de él, lo ignoramos, los buscamos erráticamente en sucedáneos idolátricos, o lo tememos y nos escondemos de Él. La presencia del Reino de Dios, que se realiza en la humanidad de Cristo, es un don, una gracia, un regalo que Dios nos hace sin méritos propios y que viene a nosotros por la iniciativa suya, al margen de nuestros esfuerzos. Pero eso no nos ahorra nuestra responsabilidad. La primera es acogerlo: reconocer y aceptar el regalo con alegría y con agradecimiento. A diferencia de esos grandes proyectos de los que hablábamos al principio, que suelen anunciarse con estruendo y gran despliegue de medios para llamar la atención (para atraer y para asustar), el Reino de Dios que Jesús ha traído tiene orígenes humildes, poco llamativos, pero profundos y bien fundados. No son fuegos de artificio que suscitan admiración y luego se desvanecen, sino que, como semillas puestas en tierra, echan raíces y van creciendo poco a poco. Por eso requieren confianza y paciencia.
Nuestra responsabilidad primera, hemos dicho, es la acogida. Y es que esa semilla es la Palabra que debe ser escuchada y asimilada. Esta es la primera responsabilidad, la primera respuesta. La tierra en la que debe caer y echar raíces somos nosotros mismos. Ahí la semilla de la Palabra (que es el mismo Cristo, Verbo de Dios hecho carne) irá creciendo, y acabará dando frutos: son las buenas obras de una vida enraizada en Cristo. Aquí de nuevo entra en juego nuestra responsabilidad, porque si la semilla de la Palabra ha prendido en nosotros, nuestra mente (nuestro modo de entender las cosas) y nuestra voluntad se impregnan de ella y actúan en consecuencia.
De ese modo, nos convertimos en agentes activos de la difusión de este Reino de Dios, aunque no lo seamos metiendo mucho ruido ni atrayendo la atención sobre nosotros mismos. Seguiremos siendo humanamente pequeños, incluso insignificantes en apariencia, como la semilla de mostaza, pero nuestra vida se hará significativa por su capacidad de acogida, de dar sombra, es decir, alivio y consuelo a los que están necesitados de ello.
Como dice el profeta Ezequiel, usando también imágenes vegetales, lo pequeño es grande si lo toca el Señor. También Pablo nos recuerda la combinación de responsabilidad y gracia en que consiste nuestra vida: estamos en camino (caminamos por nosotros mismos), pero llenos de confianza, es decir, guiados por la fe, sintiendo ese aspecto de destierro que supone la falta de plenitud, pero confiados en que la plenitud a la que aspiramos la encontraremos definitivamente en Dios.
Y, mientras estamos de camino, actuamos responsablemente, entre otras cosas, cuidando nuestra relación con Cristo, que nos enseña con imágenes y parábolas según nuestra capacidad, pero que se desarrolla y aumenta cuando acudimos a él cotidianamente, en la soledad de la oración y en la comunidad eucarística, a que “en privado”, como discípulos, de manera personalizada, nos lo explique todo.