El Evangelio de hoy presenta dos motivos algo distintos en apariencia: la cuestión del pecado, de ese misterioso pecado contra el Espíritu Santo, que nunca podrá ser perdonado, y las relaciones de Jesús con su familia, que, a la luz de este texto evangélico, no parecían ser excelentes.
La cuestión del pecado viene enmarcada por la lectura del Génesis, por el tenso diálogo entre Dios y Adán y Eva tras la caída original. Nos encontramos con dos perspectivas o puntos de vista sobre el pecado: el pecado original, esto es, aquello que se encuentra en el origen del pecado, no sólo ni sobre todo cronológicamente, sino en su esencia misma (es lo que encontramos en la primera lectura); y, ya en el Evangelio, lo que podríamos llamar “el pecado final”, el pecado definitivo y sin vuelta atrás.
El pecado original, el origen del pecado, se encuentra en la voluntad de ponerse en el lugar de Dios: “seréis como dioses” había dicho la serpiente a la mujer, “conocedores del bien y del mal” (Gn 3, 5). Está claro que “comer del árbol de la ciencia del bien y del mal” no significa infringir simplemente una prohibición positiva y más o menos arbitraria, establecida simplemente para “poner a prueba” a nuestros primeros padres. La cosa tiene un sentido mucho más profundo, universal y presente en toda forma de pecado. Se trata aquí de comer del árbol “de la ciencia del bien y del mal”. Es decir, se trata de determinar libremente, según la propia voluntad o el propio interés o capricho, el contenido del bien y del mal: de trastocar el orden establecido por Dios, que sirve para preservar la vida; pues el “árbol de la ciencia del bien y del mal”, que bien podemos entender como la conciencia, y que se encuentra en el centro del jardín –que es el ser humano–, se encuentra, además, junto al árbol de la vida (cf. Gn 3, 9). El corazón y el origen del pecado está en esa voluntad de ser como dioses (que tantas versiones ha tenido y tiene a lo largo de la historia), en esa pretensión de una libertad creadora y que no responde ante nadie, que no es, ciertamente, la libertad del hombre, pero que lejos de preservar y fomentar la vida, la pone en peligro.
En el pecado, el ser humano niega a Dios, pues no lo reconoce como autor de la vida y del orden del bien y del mal; pero también se niega a sí mismo, porque no acepta su condición de criatura, la más excelsa, “poco inferior a los ángeles” (Sal 8, 5), pero no divina; ciertamente libre, pero con una libertad limitada y, por eso mismo, responsable. Al negarse a sí mismo, entra inmediatamente en conflicto con sus semejantes. Todo esto se refleja meridianamente en el diálogo entre Dios y Adán y Eva. El ser humano, que al pecar se ha descubierto, no sólo que no es igual a Dios, sino que es poco más que un animal (y se avergüenza de serlo, de su desnudez), se oculta de Dios, en vez de ir a buscar en Él el remedio del mal cometido. En segundo lugar, en vez de reconocer su culpa, se quita de encima la responsabilidad, acusando a otros: el hombre, a la mujer, ésta, a la serpiente. Tal vez hubiera bastado reconocer humildemente la propia culpa para recomponer la amistad con Dios. Descubrimos una cierta contumacia en la reacción de esa pareja que nos representa a todos.
Pero también descubrimos que en el pecado hay un elemento de debilidad, producto de la inicial imperfección humana. Lo expresa la mujer: “la serpiente me engañó, y comí”. El pecado no significa, al menos en su punto de partida, una perversión completa, una destrucción total de la dignidad del hombre, de su capacidad para el bien. Por su imperfección, admite aún la posibilidad del arrepentimiento y, en consecuencia, del perdón y la salvación. Por eso, la mujer, y en ella todo el género humano que engendra, al no haber perdido del todo su dignidad, queda por encima de la serpiente, del tentador y engañador: éste puede herirla, pero en el talón, mientras que ella (anunciando el papel de María, la madre de Jesús), si llega a vencer, le aplastará la cabeza.
El pecado trastoca la historia humana. Lo que debería haber sido un proceso de auto-perfeccionamiento del hombre y de perfeccionamiento de la creación que le ha sido confiada, se convierte en un proceso ambiguo, en el que el bien y el mal se encuentran íntimamente mezclados, de manera que la obra de Dios y su designio sobre el mundo quedan comprometidos. Empieza otra historia: Dios no puede descansar, sino que tiene que salir al encuentro del hombre que se esconde de Él. Empieza la historia de salvación. Esa larga historia culmina en el encuentro definitivo entre Dios y el hombre en Jesucristo, en el que Aquel hace su definitiva oferta de perdón y reconciliación, de restauración de la naturaleza caída.
Pero, así como el pecado es fruto del uso abusivo de la libertad, así esta oferta, para poder realizarse, requiere la aceptación libre por parte suya. La salvación que Dios ofrece tiene carácter dialogal, y aunque es incondicional y gratuita, requiere la cooperación libre del hombre. Por eso, existe el peligro de que éste persevere en el mal, renuncie al arrepentimiento y a la acogida del perdón.
Igual que en el pecado original descubrimos varios grados de culpabilidad (la soberbia de querer ser como dioses, pero también la debilidad propia de la debilidad y la ignorancia), así en la acogida de Cristo podemos ver que hay diversos grados de resistencia.
Por un lado, está la de la familia. Mientras que las multitudes buscan a Jesús con ahínco, sus familiares no le entienden, son incapaces de descubrir la presencia de Dios en uno al que conocen bien desde pequeño. Sin duda, ha debido volverse loco. Es una falta de aceptación que revela rutina, escasa apertura para lo extraordinario, horizontes estrechos. Pero no se ve ahí una mala voluntad fundamental.
Eso es lo que se descubre en los letrados venidos de Jerusalén. Ante su acusación, Jesús, por un lado, indirectamente responde al reproche de locura de sus familiares: su respuesta es de una lógica aplastante, no la de un alucinado. Si expulsa demonios, ¿cómo puede hacerlo por el poder del demonio, de Satanás? Así muestra Jesús que el mal, por muy fuerte que parezca ser, es más débil que el bien, pues necesita de él para subsistir. Como comenta Sancho Panza al ver el reparto de los bandoleros de Roque Guinart: “Es tan buena la justicia distributiva, que es necesaria que se use aun entre los mesmos ladrones” (Don Quijote de la Mancha, 2.ª parte, Cap. LX). La de los letrados es, sin duda, una acusación absurda. O, peor, de una enorme perversidad, como hemos dicho, de una mala voluntad fundamental que se empeña en llamar mal al bien y bien al mal (cf. Is 5, 12). Se trata de una ceguera voluntaria, porque se niega a reconocer la evidencia, quién sabe por qué oscuros intereses o razones inconfesables. Es, como hemos dicho, una especial contumacia en el mal que ninguna debilidad o imperfección puede disculpar, pues consiste, precisamente, en el rechazo de la oferta de salvación que Dios nos hace en Cristo, es precisamente el rechazo del perdón.
Que Jesús hable de “pecado contra el Espíritu Santo” para designar este pecado final o definitivo que no puede jamás perdonarse no puede ser casual. ¿Por qué no lo designa “pecado contra el Hijo de Dios”? En el evangelio de Lucas (12, 10) se dice expresamente que la blasfemia contra el Hijo del hombre se podrá perdonar, pero no la proferida contra el Espíritu Santo. La encarnación del Verbo supone una cierta “relativización” que puede en ocasiones, por diversos motivos, dificultar la opción de fe en Él, pero sin que se llegue a esa mala voluntad y ceguera voluntaria de que hablamos aquí. Aquí el ser humano se opone de manera consciente y libre al bien evidente (se encuentre donde se encuentre, y lo haga quien lo haga), y eso supone cerrarse por completo a él. Que es lo que manifiestan los letrados cuando, viendo a Jesús expulsando demonios, afirman que él mismo está endemoniado.
Sin llegar a esos extremos, existe un modo menos radical, pero que tal vez a nosotros, los creyentes, nos puede amenazar más de cerca. Es muy posible que ya en vida de Jesús algunos familiares suyos no le entendieran y quisieran apartarlo de su actividad pública. También es probable que estos textos reflejen, además, situaciones de la primitiva iglesia, en la que algunos familiares de Jesús pretendieran posiciones de privilegio simplemente en virtud de sus vínculos de sangre con Él. Es significativo que en el texto los familiares están “fuera” del círculo de los discípulos y tienen que mandar a llamarlo. La respuesta de Cristo es bien significativa: los vínculos de sangre son insuficientes si no están recogidos en el plan de Dios, que pasa por la vinculación con Cristo. Esta última genera unas relaciones más intensas, profundas y duraderas que las basadas en la familia natural. Jesús está creando la familia de los hijos de Dios, su Padre, en la que sus discípulos se convierten en sus hermanos, incluso en su madre, pues engendran su presencia a dondequiera que vayan. Nuestro mundo occidental, profundamente impregnado por la fe cristiana, tiene una cierta “familiaridad” con Cristo, piensa conocerlo, saber de qué va su discurso. Pero, poco a poco, en sus grandes opciones culturales se ha ido distanciando de su círculo de discípulos y situándose en la periferia de la verdadera fe cristiana. Muchos de nuestros contemporáneos, pese a conservar esos vínculos de familiaridad (¿qué otra cosa son, si no, la noción de persona, la idea de dignidad humana, de derechos humanos?), consideran que lo que se refiere a la fe es un delirio o una superstición. Piensan que los creyentes en Cristo no estamos en nuestros cabales, y pretenden retirar de la circulación (del espacio público) todo lo que huela a Iglesia, a cristianismo. Una cierta tolerancia revestida de desdén pretende concedernos poder pensar o creer como queramos, pero siempre que sea en el fuero interno, sin que podamos expresarnos públicamente. ¿Es esto posible? En modo alguno: “Creí, por eso hablé”. Quien cree no puede no hablar, con sus palabras y con sus hechos. Las tribulaciones externas no deben desanimarnos, porque fijos nuestros ojos en lo que no se ve, y que es eterno, nos sabemos miembros de la familia de Dios, hermanos, hermanas, incluso madres de Jesús que con su testimonio lo engendran en fe en los demás.nio lo engendran en fe en los demás.