El cuerpo como presencia y don. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo
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Celebramos la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Pero para entender qué es lo que celebramos hoy, tal vez deberíamos considerar nuestra propia existencia corporal, nuestra relación hacia el cuerpo que somos, que también somos.
Ante el cuerpo caben dos posturas extremas, representadas por diversas escuelas filosóficas, pero de las que participamos de un modo u otro todos, inclinándonos en ocasiones a una postura, en ocasiones a la otra.
Para algunos el cuerpo es lo único y el todo que nos define: lo que sentimos en nosotros mismos y lo que vemos y percibimos de los demás. Por eso, la vida se reduce en el fondo al cuidado del cuerpo, a satisfacer lo que el filósofo Epicuro llamaba “el grito de la carne”: “no tener hambre, no tener sed, no pasar frío”. En esto se resume la felicidad posible y a esto, en el fondo se reducen todos nuestros más complesjos esfuerzos. Se trata de la concepción del materialismo teórico y del hedonismo práctico, por más refinadamente que, después, se pueda desarrollar.
Naturalmente, la felicidad del placer sensible es no sólo efímera, sino también insegura. No está garantizado que, por más que lo intentemos, el balance de satisfacciones supere el de dolores y sufrimientos que, de modo inevitable, también se dan.
Por eso, en el otro extremo, hay quienes han postulado que el cuerpo es un engorro, un peso, una limitación que impide volar a nuestra mente y a nuestro espíritu con entera libertad. Estos han considerado que la felicidad, lejos de ser cosa de cuerpo, exige que nos liberemos de él, ya que lo consideran la cárcel, incluso la tumba del alma.
Algunos piensan que el cristianismo, religión del Espíritu, se encuentra o totalmente en esta última posición o, al menos, muy cerca de ella. Y para demostrarlo podrían citar el evangelio de Juan en el que Jesús dice “el espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada” (Jn 6, 63).
Sin embargo, el cristianismo, siendo realmente cosa del Espíritu, no es una religión enemiga del cuerpo, si siquiera lo admite o soporta. Al contrario, es la religión del cuerpo, porque es la religión de la encarnación, como también nos recuerda Juan: “el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14); Juan, que repite por activa y por pasiva que el anticristo es el que niega a Jesucristo, venido en la carne (cf. 1 Jn 4, 2-3).
Pero si afirmamos a Cristo, el Hijo de Dios y su Palabra encarnada, significa que el cuerpo no es el todo al que hay que entregarse sin reservas, pero tampoco es un mal que hay que soportar y del que hay que liberarse. El nacimiento de Cristo en la carne nos enseña que el cuerpo está dotado de una dignidad tal, que es capaz de acoger en sí a la divinidad. Así comprendemos que el cuerpo no es ni sólo sensación (para gozar, pero también para padecer), ni sólo límite. El cuerpo es presencia y, por tanto, expresión, relación y posibilidad de comunicación. Es presencia comprometida con el aquí y el ahora, que hace accesible una realidad que trasciende el aquí y el ahora, pero que sin la existencia incorporada se quedaría en mera idea, en abstracción desencarnada.
El Dios transcendente, inaccesible y todopoderoso se ha hecho cercano, vulnerable y partícipe de nuestra debilidad. Se ha hecho presente en la carne de Cristo, tomada de María, y ha asumido el riesgo de esa cercanía, que nos permite acercarnos a él, hablar, comunicarnos, recibir su palabra sanadora y salvadora, pero que también hace posible que lo golpeemos e, incluso, lo matemos.
Jesús, el Hijo de Dios hecho carne y sangre como la nuestra ha asumido ese riesgo, porque ha querido que su presencia corporal sea además don y entrega total, hasta la muerte, que es también parte inevitable de nuestra condición corporal. Pero al asumir esta mortalidad corporal, nos ha comunicado la fuerza revitalizadora de su Espíritu, que nos salva de las garras del pecado y de la muerte.
Este domingo B del Corpus et Sanguis Christi las lecturas subrayan precisamente la sangre, como expresión de esa entrega plena que Jesús ha hecho de sí, entregando su cuerpo a la muerte en la cruz. Derramar la sangre es una expresión fuerte que habla precisamente de entrega voluntaria, de una presencia que se derrama en bien de los demás, de un amor perfecto.
Y si el cuerpo es presencia y don, esta presencia y este don del cuerpo y la sangre de Cristo se prolongan a lo largo de la historia y a lo ancho del mundo entero en el misterio de la Eucaristía, memorial de aquella entrega de Jesús en la cruz, pero que no es sólo mero recuerdo, sino actualización que nos pone en contacto real con el misterio de la redención, con el cuerpo entregado y la sangre derramada, y con el cuerpo transfigurado en la Resurrección.
Al comer este pan que es verdadero cuerpo de Cristo, y beber de este cáliz, que contiene la verdadera sangre de Cristo, tenemos que irnos nosotros mismos transformando en presencia de Cristo que vive en nosotros, y viviendo, en consecuencia, como vivió él: entregándonos por amor, dando la vida, estando dispuestos a derramar también nosotros nuestra sangre como testimonio de la fe.