Es sabido que Israel profesaba un fuerte monoteísmo. Yahvé, el Dios de Israel, era el único Dios “allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra”. Pero la confesión de Yahvé como el único Dios no significaba solo que no había y no hay otros dioses fuera de Él. Este carácter único puede entenderse también en el sentido en que decimos de alguien que “es único”, en el sentido de que hace cosas extraordinarias. Y así se hacen entender las entusiastas palabras de Moisés: Dios hace cosas increíbles, extraordinarias, dignas de admiración. Este Dios único no establece con nosotros relaciones despóticas, de dominio y servidumbre, sino que es un Dios cercano y benévolo, que actúa en favor de su pueblo, se dirige a Él, le enseña y lo guía y, además, le propone una relación casi de igual a igual, una relación de Alianza. Ante un Dios así merece la pena fiarse de Él, escuchar su voz, poner en práctica sus preceptos, que son garantía de vida y felicidad.
Pero si cabe admirarse con Moisés de las grandes obras de Dios, más aún hay que hacerlo cuando nos dejamos guiar por Pablo. Porque Dios ha ido más allá de la relación de alianza y nos abre su corazón para incluirnos en su círculo familiar. Y esto es posible porque el Dios en el que creemos, y que nos ha revelado definitivamente Jesucristo, es, sí, un Dios único, pero no solitario, sino que está habitado de relaciones, que no solo no lesionan su unicidad y su unidad, sino que son su mejor expresión.
Jesús nos ha revelado la verdad definitiva de Dios no en términos ontológicos (Creador), o técnicos (Arquitecto del universo), o morales y jurídicos (Legislador), aunque todos esos aspectos estén implícitamente presentes en esta revelación, sino en términos familiares: Dios es el Padre de Jesús. Y esta revelación hace de Jesús no, ante todo, un profeta, ni siquiera un “ungido” (como lo eran los reyes, los profetas y los sacerdotes), sino estrictamente Hijo, “de la misma sustancia que el Padre”. Y si Jesús es el Cristo, el Ungido por excelencia, es precisamente porque es el Hijo de Dios. De hecho, todo esto no debemos entenderlo como una metáfora o una imagen afortunada que explica simbólicamente qué tipo de relación quiere establecer Dios con su pueblo. Si Dios usa la realidad familiar para manifestarse y se sirve de la familia para venir a nosotros, es porque su propia “sustancia” es familiar: es un Dios Trinidad, Padre-Hijo unido por un vínculo de puro amor, que es el Espíritu Santo. Y si nosotros somos imágenes de Dios, significa que en nosotros mismos está presente esa “sustancia” familiar como parte esencial de nuestra identidad: somos hijos/hijas por definición, y solo gracias a ello podemos ser nosotros mismos. Estamos llamados a ser padre/madres, las más de las veces en sentido literal, pero incluso los que renuncian por motivos religiosos a formar una familia humana y a engendrar hijos, están llamados a una paternidad/maternidad espiritual, porque se consagran por entero al servicio de la familia de los hijos de Dios que Jesús ha venido a convocar y formar. De hecho, la salvación, más que ir a un lugar, “ir al cielo”, significa entrar a formar parte de la familia de Jesús, y por ella (“por Cristo, con él y en él”) en la relación familiar de la Trinidad.
Y esta posibilidad, entrar a formar parte de la familia de Dios, de la Trinidad, no es una realidad sólo futura, para después de la muerte, sino que se ha hecho ya real y posible en esta vida por la encarnación del Hijo de Dios en la humanidad de Jesús: en Cristo ya somos hijos de Dios, podemos llamar (gritar) a Dios “Padre”, “Abba”. Jesús ha dado su vida en la cruz para darnos la vida de Dios y hacernos partícipes de ella.
Son muchos, sin embargo, los que no conocen todavía esta maravillosa posibilidad real, y piensan que somos una broma del destino, una causalidad de la evolución, un epifenómeno de la naturaleza; o, ya en un sentido religioso, se consideran sólo siervos de un Dios o de diversos dioses, de fuerzas despóticas a las que hay que temer; o, finalmente, consideran que la comunión con Dios es cosa sólo “de la otra vida”. Los que conocemos a Cristo y lo conocemos como Hijo del Padre porque hemos recibido el Espíritu Santo, nos sabemos ya hijos en el Hijo. Y Jesús nos envía a anunciar a todos esta buena, extraordinaria noticia, para darles a conocer a este Dios único, familiar, cercano y benévolo, y a bautizarlos precisamente “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”, y a poner en práctica esos preceptos, esas palabras de vida y dignas de crédito, que nos enseñan a vivir como hijos de Dios y hermanos entre nosotros.
La tarea se nos puede antojar ingente, pero no debemos temer, puesto que Él está con nosotros todos los días (en los días buenos y en los malos, de día y de noche), y hasta el fin del mundo (donde quiera que estemos, y cualesquiera que sean las circunstancias).