Celebramos la tercera gran Pascua cristiana: la primera (por antonomasia) es la Resurrección de Cristo; la segunda (condición necesaria de la primera) es su nacimiento en la carne de la Virgen María. La tercera, que es como la consecuencia y la prolongación de las anteriores, es la venida del Espíritu Santo, Pentecostés.
Las dos primeras Pascuas provocan asombro y, en muchos, incredulidad. Pero, al menos, lo que nos asombra (o produce incredulidad) nos resulta hasta cierto punto asible: un cuerpo que resucita o que nace. Esta otra, en cambio, nos resulta inasible, difícil de imaginar. No es fácil hablar del “espíritu”, en general, y tampoco lo es hablar del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, el Espíritu que une como un vínculo de Amor al Padre con el Hijo. Todos estamos inclinados, incluso en cuestiones de fe, a un cierto materialismo, a la concreción de las cosas, que nos dan la sensación de realidad y seguridad. De ahí nuestra perplejidad ante las realidades que están por encima de nuestra percepción sensorial.
Y, sin embargo, sigue siendo verdad que “solo se ve bien con el corazón, que lo esencial es invisible a los ojos”, como le decía el sabio zorro al principito, deseoso de aprender. Esas cosas que percibimos en su concreción están tocadas de una peculiar magia, que las hace significativas, y que no es directamente visible. Pensemos en los vínculos familiares: padres, hermanos, cónyuges, hijos…, son probablemente los seres más significativos e importantes de nuestra vida. Pero lo que nos une con ellos es un sentimiento, una certeza de familiaridad invisible, pero que actúa como un poderoso cemento. Incluso si las relaciones familiares se deterioran por cualquier motivo, el conflicto y la separación que conllevan se tornan especialmente dolorosos, más que con otras personas, precisamente por el desgarro que nos producen por dentro. A veces denominamos a la familiaridad “aire de familia”, y es el aire, el soplo, el respiro lo que está en la base del término espíritu.
El Espíritu Santo es el “aire de familia” de la nueva familia de los hijos de Dios que Jesús ha venido a fundar y que, tras su muerte y resurrección, debe extenderse a todo el mundo.
Confieso que, tras muchos años de vida como cristiano, religioso y sacerdote, y pese a mis muchos pecados y falta de coherencia, no puedo no sentir con una cierta connaturalidad todo lo que se refiere a Cristo, la Iglesia, los sacramentos, etc. como “mi casa”, como un mundo familiar que ha prendido en mi carne. Ese materialista (y racionalista) que todos llevamos dentro y al que me refería al principio, no puede dejar de pararse de vez en cuando perplejo ante este familiaridad de la fe y preguntarse con extrañeza: “¿cómo es esto posible?”. Pues es posible, precisamente por la acción del Espíritu Santo. Por él Jesús no es para nosotros un remoto personaje histórico, representante de una doctrina filosófica o religiosa que puede convencernos más o menos (como puede serlo Kant para un kantiano, o Confucio para un confucionista), sino un ser personal familiar, cercano, concreto, con el que nos comunicamos hablándole de tú, y en el que reconocemos al Hijo de Dios, al Mesías, al Salvador del mundo. Por eso, ante la respuesta de Pedro a la pregunta, “¿quién decís que soy yo?”: “tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 15-16), Jesús declara que esto es una revelación de lo alto. Y, en el mismo sentido, afirma Pablo que “Nadie puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo”.
Hay otro modo de tratar de entender en qué consiste la realidad del Espíritu y su enorme eficacia. Es la consideración de cómo actúa Dios en el mundo. Hay quienes (llevados de ese materialismo del que hemos hablado) piensan que Dios actúa invadiendo el espacio de la naturaleza y de la libertad, provocando terremotos o incendios, incluso guerras y revoluciones, para castigarnos por nuestros pecados. Pero si esto fuera así, ¿cómo podríamos afirmar al mismo tiempo el respeto de Dios hacia la libertad humana? ¿Cómo podríamos responder a los que impugnan a Dios (su existencia y su pretendida bondad) ante el espectáculo del mal en el mundo, sea porque lo provoca como castigo, sea porque permite el sufrimiento injusto de los inocentes? Pues bien, si admitimos que Dios puede actuar en el mundo y actúa, pero no de modo entrometido, y menos aún provocando males, sino sólo haciendo el bien y respetando incondicionalmente la libertad humana; y precisamente porque actúa por medio de su Espíritu: el Espíritu inspira, suscita, sugiere, en una palabra, motiva, pero lo hace dejando siempre que sea cada uno el que tome su decisión. Esto lo vemos en el mismo modo de actuar de Jesús, que dijo de sí mismo, “el Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4, 18). Jesús nos exhorta, nos llama, nos corrige, pero no fuerza nuestra libertad, respeta el espacio de nuestra autonomía, y espera a que cada uno de nosotros tome su propia decisión. Incluso para encarnarse en el seno de María, precisamente por la acción del Espíritu Santo, espera a que María dé su consentimiento libre: “he aquí la sierva del Señor, que se haga en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
Así que, tras su existencia terrena, Jesús sigue presente por medio de su Espíritu, que nos guía y nos inspira, y nos hace no solo sentir, sino saber con certeza que somos miembros de su familia, la familia de la Trinidad, la familia de los hijos de Dios.
Es cierto que el Espíritu Santo sigue siendo inasible: si Lucas sitúa su venida en Pentecostés, cincuenta días después de la Resurrección, Juan lo hace en ese “primer día de la semana”, que es el mismo día de la Resurrección, el día de la nueva creación. Y es que, como no se le pueden poner puertas al campo, no se puede encorsetar cronológicamente al Espíritu que “sopla donde (y cuándo) quiere” (cf. Jn 3, 8), y que sigue soplando donde y cuándo quiere hasta el día de hoy.
Por eso, más que tratar de “definir” al Espíritu, lo mejor es atender a los frutos que produce, en los que se hace especialmente patente.
El primer fruto es la unidad en la diversidad: muchas lenguas, pero un lenguaje que todos entienden, el lenguaje del amor; muchas funciones y diversos dones, pero para construir la unanimidad en ese mismo amor. A diferencia del espíritu del mundo, que reduce la unidad a uniformidad, y la pluralidad a dispersión y caos, el Espíritu de Dios, el Espíritu de Jesús reproduce en nosotros el vínculo trinitario: una unidad que no niega, sino que afirma la diversidad de personas. Y de este fruto principal derivan todos los otros. Por la presencia del Espíritu pasamos de la tristeza a la alegría, de la turbación a la paz, de la cerrazón a la apertura universal, del temor al envío y el testimonio valiente. Jesús exhala su aliento y entrega el Espíritu después de mostrar las manos y el costado. Y es que todo esto es posible gracias a que primero ha exhalado el espíritu entregando su vida en la Cruz. Sólo aceptando la cruz (al Cristo crucificado), como suprema expresión del amor, y que se hace presente en nuestra vida de tantas maneras, es posible recibir este Espíritu que nos enriquece con sus dones y produce en nosotros esos frutos. Y como la cruz es el signo de que, aunque en este mundo el mal sigue estando presente, triunfa el amor, un fruto esencial del Espíritu y signo de que actúa en nosotros, es el perdón de los pecados, que nosotros mismos recibimos y que debemos dispensar con generosidad en todo tiempo.