No cabe duda de que el amor es lo más importante en la vida. Ya desde la psicología, sabemos que, si no se recibe amor en la infancia, la persona se desarrolla de manera anómala, sin equilibrio afectivo, con marcadas tendencias a utilizar de manera incorrecta para sí y para los demás sus otras capacidades humanas, como la inteligencia y la voluntad. Pero, incluso cuando se da una situación afectiva sana, el amor encuentra numerosos obstáculos para desarrollarse en plenitud. La primera barrera está en uno mismo. El amor propio o, dicho de otra manera, el amor a sí mismo, que es también necesario y debido, tiene el peligro de encerrarse en sí mismo, de modo egoísta o narcisista. El siguiente círculo del amor, el amor a los más cercanos, objeto incluso del cuarto mandamiento divino, puede convertirse también en un círculo cerrado y excluyente, una especie de egoísmo grupal. No olvidemos que los grupos mafiosos se basan con frecuencia en relaciones familiares, o bien tienden a percibirse como una familia. Y lo mismo sucede con el amor al terruño, a la patria (que es también parte de ese mismo cuarto mandamiento): no es raro que se convierta en fuente de prejuicios y odios hacia otros pueblos, razas y culturas. Hasta en el ámbito religioso pueden llegar a darse, y se han dado, por desgracia, formas patológicas del amor, que conllevan el rechazo del “otro”, del “extraño”, del que no es “de los nuestros”. De hecho, como la identidad religiosa está frecuentemente ligada a la nacional y cultural, todos esos círculos pueden reforzarse entre sí y fomentar esas formas tan imperfectas y degradadas del amor.
Sabemos que la Iglesia naciente tuvo que luchar también contra esas tendencias nacionalistas, y que por la gracia de Dios y la fuerza del Espíritu Santo (que sopla donde quiere y no se somete a los estrechos designios humanos) superó esa tendencia y se abrió más allá de toda frontera nacional, cultural y religiosa. No podía ser de otro modo, pues el acontecimiento pascual, la muerte de Jesús, fue una muerte humana, la que experimentan de un modo u otro todos los seres humanos, por tanto, con una dimensión universal, por lo que su resurrección tenía que serlo también para todos sin excepción. Y si el bautismo es la participación en la muerte y resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 3-6), «¿se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?».
En Cristo Jesús ha irrumpido en el mundo el amor de Dios, la fuente de nuestro amor, y que viene a sanar y redimir el amor humano herido y limitado por el pecado. El amor es difusivo por su propia naturaleza, es apertura y relación; el pecado, por el contrario, tiende a aislarnos, a separarnos, a levantar entre nosotros muros y a trazar fronteras. El pecado no puede apagar del todo el amor, pues el ser humano no puede vivir sin amar algo o a alguien. Pero sí que puede limitarlo y desfigurarlo, como sucede, por citar unos pocos ejemplos, en el amor sectario, excluyente o posesivo.
La irrupción salvadora del amor de Dios es iniciativa suya: no consiste el amor “en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados”. El amor, más que un mandamiento o una obligación moral, es un don, un regalo que se encuentra en el fundamento y el origen de nuestra existencia. Pese a los sinsabores, los traumas, las limitaciones y los sufrimientos que experimentamos, la vida sigue siendo un misterio grávido de amor. Si es un mandamiento, es porque es primero un regalo que Dios nos hace: “gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10, 8). Por eso no se puede decir tampoco que el amor sea un ideal imposible, porque él mismo se ha hecho cercano, accesible y humano en Cristo Jesús. La realidad del amor entre el Padre y el Hijo (el Espíritu Santo), la esencia misma de Dios, se nos comunica en nuestra inserción en Cristo, en nuestro “permanecer en él”, como los sarmientos en la vid.
Y Jesús nos ilumina hoy sobre las dimensiones y las riquezas del amor que él nos da. En primer lugar, no es un mero sentimiento romántico, sino un modo de vida, una forma de pensar, de decidir y de actuar. Así debemos entender el fuerte vínculo entre el amor a Cristo y los mandamientos. Además, el verdadero amor es una fuente de alegría profunda (aunque en la superficie puedan darse sinsabores y sufrimientos), mientras que nada hay más triste que el odio. Si esa alegría profunda es compatible con el sufrimiento es porque el amor verdadero es esforzado y conlleva sacrificios. Jesús nos lo ha mostrado hasta el extremo de dar su propia vida por nosotros. Y esa dación de vida nos ha permitido pasar de la condición de siervos (la servidumbre del pecado, mera apariencia de libertad), a la de amigos: amigos de Jesús, amigos de Dios, amigos y hermanos entre nosotros.
En Jesús, en definitiva, encontramos la plenitud de la medida del verdadero amor, que supera toda frontera y que Él nos ha ido enseñando a lo largo de su ministerio en la tierra.
La primera medida del amor es amar al prójimo como a sí mismo (Mc 12, 31): tenemos que amarnos a nosotros mismos (procurar nuestro propio bien), aprendiendo a descubrir que los demás tienen las mismas necesidades que nosotros, superando así la frontera que somos nosotros mismos. De este modo alcanzamos la segunda medida del amor: amar a los demás como amamos a Cristo, cuyo rostro descubrimos en nuestros pequeños hermanos, hambrientos, sedientos, desnudos, enfermos, en la cárcel (Mt 25, 35-36), al margen de cualquier frontera nacional, cultural o religiosa. Así es como podemos alcanzar la plena medida del amor, con el que Dios nos ha amado primero: amarnos unos a otros como Cristo nos ha amado, es decir, dando la vida. De este modo superamos la última frontera, la frontera de la muerte (fruto del pecado), de modo que ya en esta vida empezamos a gozar de la nueva vida del Resucitado.