Unidos a Cristo, como los sarmientos a la vid. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F. para el 5º domingo de Pascua

 El Saulo que salió de Jerusalén como perseguidor de los cristianos y con el firme deseo de destruir a la naciente Iglesia, regresa allí al cabo de algunos años, ya como Pablo, el fiel seguidor y valiente testigo de Aquel a quien había perseguido sin conocerlo. Y la consecuencia es que ahora es a él a quien quieren matar. Se ha dicho que, con su conversión, Pablo cambió un fanatismo por otro. Pero, dejando a un lado su carácter apasionado, esa observación no es en absoluto justa, si tenemos en cuenta que por el primer fanatismo estaba dispuesto a matar, y por el segundo estaba dispuesto a dar su propia vida; luego este segundo no era un fanatismo, sino una verdadera consagración. (Y si alguien nos responde diciendo que hoy hay ciertos fanáticos, que están dispuestos a morir matando a sus enemigos, diremos que Pablo estaba dispuesto, como Cristo, a morir para dar vida incluso a sus enemigos). Esa consagración fue fruto de su encuentro con Cristo en el camino de Damasco.

Si en la Iglesia ha habido episodios sombríos de imposición y violencia, es bueno volver a estos orígenes de la primitiva Iglesia, donde vemos que lo propio de la fe cristiana es dar la vida, como Cristo, y que quitarla es la más palmaria negación de la fe que profesamos. Hoy en día, en que   parece que vamos a menos, en que se da un proceso de progresiva marginación, incluso de negación de los valores cristianos, que en ciertos lugares tienen lugar incluso persecuciones sangrientas contra los cristianos, lejos de dejarnos sumir por el temor o el pesimismo, podemos ver esta situación como una ocasión para renovar ese rasgo esencial de nuestra fe, que consiste en la disposición a dar la vida.

Porque lo propio de la fe en Cristo, como nos recuerda Juan, es el mandamiento del amor, el amor mutuo y el amor a todos. Es verdad que no siempre resulta fácil (pues amar significa, precisamente dar de algún modo la vida), y que con frecuencia no lo logramos, porque somos débiles y pecadores (de ahí también los episodios sombríos que mencionamos antes). Pero lo propio del cristiano no es ser absolutamente puro e irreprochable, sino tener el coraje de escuchar la voz de la conciencia, iluminada por la Palabra de Dios, también cuando nos reprocha y nos condena, el coraje de reconocer el propio pecado y pedir perdón, para, una vez recibido de Dios (que es expresión de su amor incondicional), volver a la carga, y amar no de palabra y de boca, sino de verdad y con obras.

En realidad, esta vida en el amor es posible no por un esfuerzo moral sobrehumano, que se nos antoja imposible, sin por una inserción vital en Cristo. Ya Pablo lo expresaba con mucha fuerza: “vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Y Jesús lo ilumina con una imagen de enorme profundidad: como los sarmientos están unidos a la vid, así estamos nosotros unidos a Cristo, y una corriente viva, como la savia, nos vivifica por dentro y recorre nuestras venas. Jesús no solo nos exhorta y nos exige desde fuera, sino que nos alimenta y nos vivifica por dentro. En la Eucaristía realizamos ese gesto tan fuerte de “comer” y (a ser posible) “beber” su cuerpo y su sangre, de manera que su Palabra (que es Él mismo) permanece en nosotros y, como una semilla, va creciendo y dando frutos. También cada uno de nosotros puede decir “Cristo vive en mí”. Pero para ello hay que escuchar su Palabra y acudir a la mesa de la Eucaristía.

Es verdad que en asunto del amor y del dar la vida, sin Él no podemos hacer nada. Pero insertados en Él nuestra vida se hace fecunda y da frutos de vida nueva. Esa inserción en el que entregó su vida en la cruz no nos asegura una vida de éxitos y victorias, sino que, al contrario, no nos evita los sinsabores que cualquiera puede experimentar, y añade además otros nuevos, procedentes de las posibles persecuciones a causa de la fe. Pero, precisamente esa inserción en Cristo, como los sarmientos en la vida, convierten todo eso en momentos providenciales de poda, de purificación, que lejos de secarnos, nos hacen aún más fecundos.

Y esa fecundidad no lo es sólo para nosotros mismos y para la Iglesia, sino para todo el mundo, pues por todos dio Cristo su vida. De hecho, insertados en Cristo nos hacemos con Él intercesores e intermediaros ante Dios de la humanidad entera, y nuestra oración adquiere un carácter sacerdotal, no meramente instrumental (en función solo de mis necesidades) sino que mira por el bien de todo el mundo, y es escuchada sin duda por Dios, porque brota de esa misma savia que recibimos de Cristo, la vid que nos alimenta.

Las diversas presencias del Resucitado que hemos ido aprendiendo a lo largo de estos domingos de Pascua (la comunidad, la Eucaristía, los pastores de la Iglesia), se revelan ahora como una presencia interior, que nos impulsa al testimonio y a las obras del amor para la vida del mundo.