Hay un refrán español que dice: “haz bien y no mires a quien”. El texto de los Hechos de los
Apóstoles nos sugiere una variante de este refrán: “haz bien y di en nombre de quién”. El bien
realizado por Pedro y Juan al hombre pobre y enfermo se ha hecho en nombre de Jesús Nazareno.
Es verdad que hay que hacer el bien sin distinción, y también lo es que el bien no es patrimonio
de nadie: cualquier persona, de cualquier convicción moral o religiosa, creyente o no creyente,
puede hacer el bien a partir de su propia humanidad. Pero esta humanidad está herida por el pecado
y afectada de una enfermedad mortal, en principio, incurable. Nadie puede salvarse a sí mismo.
“Bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos”, más que el nombre de Jesús,
muerto y resucitado, y que, en virtud de su muerte y su resurrección, nos devuelve la salud al
librarnos de la enfermedad del pecado y de la muerte que aquel provoca. Los cristianos debemos
no sólo hacer el bien, como debe hacerlo todo el mundo, sino que, además, al hacerlo, debemos
confesar en nombre de quién lo hacemos. No pretendemos ser mejores que nadie, pero nos
sabemos depositarios de una fuerza superior, la que nos da Jesucristo, para hacer el bien en su
nombre, anunciando y comunicando a los demás gratuitamente lo que hemos recibido también
gratis.
Es una fuerza y una gracia que no sólo nos salva y nos saca de las garras del abismo (del pecado y
de la muerte), sino que nos eleva a la categoría de hijos de Dios. Con su acción salvífica Jesús, el
Hijo de Dios, nos hace partícipes de su condición, nos hace miembros de su familia, nos introduce
en el corazón mismo de Dios, en la relación de puro amor entre el Padre y el Hijo, que es el Espíritu
Santo. La salvación, el “cielo”, no es un lugar, sino un estado, una inserción en el misterio mismo
de la Trinidad, por la que nos convertimos en hijos en el Hijo, y hermanos entre nosotros.
Y esto no es un vago deseo para el futuro (para “la otra vida”), sino algo que sucede ya ahora, en
esta vida, en este mundo, en el que el Reino de Dios se ha hecho presente y cercano en el mismo
Jesucristo. Por la fe y el bautismo, alimentados por la Eucaristía, ya ahora, en medio de tantas
limitaciones, acosados por tanto mal (en nosotros mismos y alrededor nuestro), ya gozamos
realmente (“¡lo somos!”, exclama Juan) de la condición de hijos de Dios, es decir, ya podemos,
pese a todo, hacer el bien y dar vida (en el nombre y con el poder del Jesús) a los que nos
encontramos.
Y si ya ahora hemos sido investidos de la dignidad de hijos de Dios, ¿qué no será después? ¿Qué
no estaremos llamados a ser?
A esa meta, tan excelsa que es imposible de imaginar, pero en la que podemos creer, porque ya
hemos empezado a gustarla en esta vida, es a la que nos guía Jesús, que se nos presenta hoy bajo
la figura del buen Pastor. Con esta imagen ilustra el tipo de relación que establece con nosotros.
Es Pastor, luego nos guía, nos conduce, nos enseña, nos orienta y, en ocasiones, nos amonesta.
Pero es un pastor “bueno”, un término que también se puede traducir como “hermoso” (καλός).
Porque es hermoso, es atractivo, lo que significa que las ovejas lo siguen libremente, atraídas por
su persona. Y porque es bueno, su guía no es despótica, ni su comportamiento es el de un
explotador que busca su propio beneficio, ni el de un mercenario o un mero funcionario, sin interés
personal por las ovejas. Al contrario, lejos de aprovecharse de las ovejas, se entrega a ellas, las
conoce, la defiende y llega al extremo de dar la vida por ellas.
Está claro que la imagen del rebaño nos lleva a unas relaciones muy alejadas de cualquier
sometimiento servil, “borreguil”, y que hablan, más bien, de un amor extremo. Al decir que “el
buen pastor da la vida por las ovejas”, Jesús nos retrotrae a la memoria de su Pasión y nos recuerda
que nos guía por este mundo hacia Dios (y es, digámoslo una vez más, el único nombre bajo el
cielo que puede hacerlo), pero por caminos no fáciles, por el camino de la cruz. Hacer el bien
implica renuncias. Y hacer el bien en nombre de Cristo conlleva riesgos, porque el discípulo no es
mayor que su maestro, ni el siervo más su amo, y si a él le han perseguido, también a nosotros nos
pueden perseguir (cf. Mt, 10, 24; Jn 15, 20), tanto más si ese hacer el bien en nombre de Jesús
significa hacerlo como él lo hizo: dando la propia vida.
Otra característica del Pastor bueno (y hermoso) es que el amor por su rebaño no es exclusivo ni
excluyente. El verdadero amor tiende a difundirse. Y por eso Jesús habla de una relación abierta,
que quiere incluir a muchos otros. De hecho, decíamos al principio, citando un refrán, que el bien
hay que hacerlo sin acepción de personas, a todos sin distinción. Y tanto más si se hace en nombre
de Jesús. Esto significa hacerlo dando testimonio de aquel que nos mueve a hacer el bien, amando
sin fronteras, a propios y ajenos, dando testimonio en nombre de quién lo hacemos, para que, sin
coacción, atrayendo con la belleza y la bondad del que nos guía, entren a formar parte del rebaño
de este Pastor.
La comunidad eucarística en la que se hace presente el Señor Resucitado es una comunidad
organizada y guiada por este Buen Pastor, que prolonga su pastoreo por medio de los pastores de
la Iglesia. No serán ni tan buenos ni tan hermosos como Jesús, pero por la fe recibida en el bautismo
y alimentada en la Eucaristía, vemos en ellos la presencia y la acción del único Pastor que da su
vida por sus ovejas, que son (somos) al mismo tiempo sus hermanos, hijos en el Hijo, y nos sigue
guiando hacia esa meta (la plena comunión con Dios), en la que, aunque no sabemos bien lo que
seremos, sí sabemos que seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.