La primera lectura nos presenta un cuadro ideal (mejor decir, idealizado) de la primera comunidad cristiana. Se trata, en realidad, del ideal de toda comunidad humana: unanimidad en el pensamiento (guiados por la verdad) y en el sentimiento (gracias a la aceptación mutua y el amor); a la que podríamos añadir la unanimidad de las voluntades, que se supone, si consideramos que la unidad de pensamiento y sentimiento pasa a la acción y se prolonga en la capacidad de compartir los bienes, de modo que, gracias a la generosidad de todos, nadie pasa necesidad.
Este ideal, ¿es realmente posible? Por un lado, sabemos por experiencia que no es fácil alcanzar la unanimidad de pensamiento. Incluso si creemos que existe la verdad (que en los tiempos que corren ya es mucho creer), sabemos que nadie la posee en plenitud, que nos acercamos a ella desde nuestra particular perspectiva, que no suele coincidir con la perspectiva de los demás, además de que la aprehensión de la verdad está frecuentemente distorsionada por nuestros intereses y necesidades. Y, si esto sucede con el pensamiento, tanto más sucederá con los tornadizos sentimientos, que provocan tantos conflictos y enfrentamientos. Todo ello se refleja negativamente en esa distribución equitativa de bienes, que supone una generosidad que no siempre se da.
Y, sin embargo, un atisbo de ese ideal lo hemos experimentado todos, en esos momentos que llamamos “enamoramiento”, un estado de ánimo en el que se da una profunda unidad de sentimiento, pensamiento y voluntad que nos predispone a compartirlo todo con generosidad y que deseamos que se prolongue para siempre. Esto lo podemos referir al enamoramiento en sentido estricto (entre un hombre y una mujer), pero también a esos periodos de entusiasmo que se producen cuando alguien se une a la Iglesia o ingresa en una comunidad religiosa, idealizándolos. Ahora bien, esa misma experiencia nos enseña que el enamoramiento es un estado pasajero, que da paso con relativa rapidez a diversas formas de desilusión.
¿Qué pretende decirnos el texto de los Hechos? ¿Se trata de un cuadro engañoso? ¿Es un mero recordatorio de lo que debería ser, pero nunca es en la práctica? En realidad, este texto no pretende engañar a nadie, sino que nos dice el tipo de relación que se puede establecer cuando el Señor Resucitado está presente entre nosotros. Y ya esto nos avisa de que este ideal de una vida nueva y resucitada no se logra sin pasar por la prueba de la cruz, del sufrimiento y la muerte.
La Carta de Juan lo dice con claridad. Aquí podemos encontrar la alusión a la voluntad que echamos en falta en el texto de los Hechos: el verdadero amor, fruto de la nueva vida en Cristo, no consiste sólo en pensar y sentir lo mismo, sino también y sobre todo en cumplir los mandamientos, en pasar a la acción para hacer el bien. Y amar y hacer el bien significa vencer el mundo, que bien podemos entenderlo como vencernos a nosotros mismos y nuestras inclinaciones egoístas (nuestros pensamientos cerrados, nuestros malos humores y sentimientos negativos, nuestra mala voluntad y falta de generosidad). Y esa victoria no es una cosa fácil: es la victoria de Cristo, que vino no sólo con agua, sino también con sangre. El bautismo que nos salva y resucita es una verdadera inserción en la muerte de Cristo.
Y la muerte de Cristo no es un trámite pasajero que queda definitivamente atrás en una especie de “happy end” sin término. El cuerpo resucitado de Cristo lleva las marcas de la Pasión. Y eso significa que su Pasión se prolonga en nosotros, en su comunidad, en su Iglesia, porque se prolonga en el mundo, en el que Jesús sigue sufriendo en sus pequeños hermanos (cf. Mt 25, 40). La cruz es el precio del verdadero amor, porque amar es también renunciar, ceder, perdonar… El amor es el agua que nos limpia y purifica, pero también la sangre que nos hace sufrir. Por eso la cruz es la llave para alcanzar esa comunidad unida en el pensamiento, el sentimiento y la voluntad, y en la que es posible tenerlo todo en común.
Esa unanimidad ideal no es la consecuencia de un acto de magia, sino el fruto de la acogida por la fe de Cristo resucitado, pero también herido. Para alcanzarla hay que saber dialogar, escuchar, mirar la realidad desde la perspectiva del otro; hay que saber ceder, renunciar, ser generosos con esa generosidad dispuesta a sufrir por el bien de todos. Es evidente que en este proceso pasamos por momentos de dificultad y conflicto que nos dejan heridas, las heridas del cuerpo de Cristo que es la Iglesia (y también la humanidad sufriente). Como Tomás, tenemos que tocar las heridas del cuerpo de Cristo, para evitar idealizaciones románticas, que nos alienan de la realidad: tocar las heridas es reconocer nuestras limitaciones y pecados, abordar con realismo lo problemas, y no negarlos o disimularlos; tocar las heridas, aunque nos duela, pues “sus heridas nos han curado” (1 P 2, 24).
Podemos ahora entender cómo aquella primera “comunidad ideal” de Jerusalén pudo alcanzar la unanimidad de pensamiento, sentimiento y voluntad, cuánta capacidad de renuncia, de sacrificio, de esfuerzo, sin duda doloroso, para adoptar el punto de vista del otro, cuántas heridas tocadas, para que, en definitiva, en medio de las diferencias, y sin renunciar a ellas, triunfara finalmente el amor. Todo ello era posible por la presencia viva en la comunidad del Cristo resucitado, que llevaba en su cuerpo las heridas abiertas de la Pasión. Y es que aceptar a Cristo resucitado y gozar de la vida nueva que anticipa ya ahora el paraíso futuro (la plena comunión con Dios y con los hermanos) significa hacer propia la Cruz que ese mismo Cristo tomó sobre sí.
Y ese es el espejo en que hoy la comunidad cristiana, la Iglesia, cada uno de nosotros, tiene que seguir mirándose hoy.