Vio y creyó. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo de Pascua

“Conocéis”, dice Pedro a las gentes en su testimonio pascual. Conocer supone un contacto directo o indirecto con hechos constatables. Es el modo de relación que funciona en nuestro trato con las cosas, y también en la actitud científica. En Jesús de Nazaret hay también muchos aspectos que se pueden conocer, que son constatables: sus contemporáneos por experiencia directa, la mayoría de nosotros por la ciencia histórica. Creer, en cambio, es una actitud referida a lo que no es inmediatamente constatable. Es la condición fundamental de las relaciones humanas, en las que cada persona guarda el secreto de su propia intimidad. Estas relaciones están basadas en la confianza: la palabra dada, la promesa, el testimonio. Así son también las relaciones con Dios, que no es un “objeto invisible”, sino un ser personal. No podemos conocer (demostrar científicamente) que Jesús ha resucitado, pero podemos creer en ello, y somos invitados a creer en ese hecho extraordinario que sólo puede explicarse por la acción poderosa de Dios. Y somos invitados por testigos cualificados, que creían y confiaban en Jesús, y por eso tuvieron ojos para verlo después de su muerte, de verlo resucitado, y no sólo de modo imaginado, puesto que comieron y bebieron con él. Es esta una fe que salva, porque es la confianza en que el pecado y la muerte no son la realidad última: la acción creadora de Dios (manifestada definitivamente en Cristo Jesús) regenera del pecado por el perdón, y levanta de la muerte por la resurrección.

Y esto no es una vaga esperanza de un futuro indeterminado y nebuloso, que se encontraría tras las tinieblas de la muerte, sino que se trata de una realidad que ya se puede experimentar: podemos vivir de y para los bienes de allá arriba, donde está Cristo (en Dios Padre), a la vez que está entre nosotros (por el Espíritu Santo). Cristo ya ha resucitado y nosotros ya estamos resucitando con él. Porque podemos vivir ya ahora la vida nueva de la resurrección, aunque bien es cierto que entre las limitaciones y dificultades que hacen presente la cruz de Cristo (la llave para entrar en esa vida nueva), y lo podemos por medio del mandamiento del amor, que es la vida misma de Dios actuando en nosotros. En el bautismo, que los catecúmenos, ya neófitos, han recibido en la noche pascual, todos hemos muerto y resucitado con Cristo.

Estamos ya en el primer día de la semana, aunque todavía está oscuro. Cristo ya ha resucitado, ya ha vencido al mal y a la muerte, aunque la oscuridad que todavía reina en el mundo nos impide aún saberlo, sentirlo, creerlo. Por eso, como María Magdalena, seguimos buscando entre los muertos al que vive con una vida plena, en la que la muerte ya no tiene dominio sobre él (cf. Rm 6, 9). Los signos de muerte: el sepulcro, las vendas, el sudario, son los primeros testigos de que la muerte ha sido vencida. Y, tras ellos, porque creían y confiaban en Jesús, y por eso lo amaban, los discípulos empiezan a vislumbrar en esos signos de muerte, indicios de vida: la losa quitada, el sepulcro vacío, el sudario en orden.

Los testigos son fidedignos y más creíbles que las pruebas, porque no se limitan a constatar hechos neutros, sino que nos ofrecen “los bienes de allá arriba”. Y en esta comunidad de testigos se da una curiosa “jerarquía inversa”, no basada en la autoridad: es la jerarquía del amor. Por eso, el primer testigo es María Magdalena, que corre a avisar a los apóstoles. De estos, es el discípulo amado el primero en llegar, antes que Pedro. Pero es precisamente esa jerarquía del amor la que sabe ceder y someterse a la autoridad establecida por Cristo: María avisa a los apóstoles, y el discípulo amado cede el paso a Pedro. Es una imagen preciosa de una Iglesia como verdadera comunidad de testigos, basada en el amor y no el poder, en el servicio y el libre sometimiento a la autoridad querida por Dios: “Sed esclavos unos de otros por amor” (Gal 5, 13).

Esta jerarquía, consecuencia de la resurrección de Cristo, es la jerarquía a la que todos estamos llamados, cualquiera que sea nuestra vocación. Todos estamos llamados por el amor de Dios a participar de la vida nueva de la resurrección, de la que tenemos noticia por el testimonio de fe de los discípulos, de generaciones de creyentes, gracias a los cuales (y no a los libros de historia) hemos llegado a conocer a Cristo y a tratar personalmente con él. Y desde esta experiencia personal de fe, de confianza y de amor, estamos también llamados a convertirnos en testigos, que anuncian a los demás, a todo el mundo, que la muerte ha sido vencida, que hay perdón para nuestros pecados, que Cristo ha resucitado y nos invita a vivir con él una vida resucitada, que mira a los bienes de allá arriba, pero que se realizan aquí abajo, por medio del mandamiento del amor.

Y porque somos testigos, y para que lo seamos cada día mejor, nos invita a sentarnos con él a su mesa, la mesa eucarística, a dialogar, a comer y a beber con él.