Asistimos una vez más al relato de la Pasión del Señor. Volvemos a este escenario, como cada año, para tratar de entrar en él, de entenderlo, de participar en él, de leernos a nosotros mismos en los personajes que lo protagonizan.
Jesús, dice Pablo, “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo”. Este movimiento de abajamiento, que acontece en la encarnación, tiene su punto culminante (habría que usar el antónimo: el momento ínfimo, de máximo abatimiento) en el misterio de su Pasión y muerte en la cruz. Marcos describe con gran dramatismo, dentro de su característica austeridad, todo el proceso, en el que se concentran todas las maldades humanas imaginables: la traición, la mentira, el falso testimonio, la manipulación de las masas, la cobardía, la mofa y las ofensas gratuitas, la humillación, la violencia y, finalmente, la muerte más infamante que podía darse en aquel tiempo y, tal vez, en todo tiempo. En este torbellino de acontecimientos Jesús aparece como un testigo casi mudo, inerte, sin oposición ni resistencia. Pero Jesús no es un estoico, un ser indiferente, sino que siente con toda intensidad, temor y angustia lo que se le viene encima, hasta el punto de solicitar la compañía y el apoyo de los suyos, y de suplicar al Padre que, si es posible, lo libre de este cáliz, aunque se rinde finalmente a la voluntad del Padre, de entregar su propia vida para la salvación de todos. Vemos en el relato de la Pasión como se realizan hasta el final las palabras de la primera carta de Pedro: “Él mismo cargó nuestros pecados sobre su cuerpo en la cruz” (1 P 2, 24), citando al profeta Isaías: “entregó su vida a la muerte y fue contado con los transgresores, llevó el pecado de muchos e intercedió por los transgresores” (Is 53, 12).
El aluvión de males que padece Jesús es un perfecto muestrario de lo que tantos seres humanos sufren cada día y, en consecuencia, de los que los seres humanos nos infligimos unos a otros. A veces como víctimas, a veces como verdugos, todos estamos implicados de un modo u otro en el mal que reina en el mundo. Por eso, al contemplar la Pasión de Jesús debemos tratar de encontrarnos entre los personajes que la integran: a veces entre los que traicionan, acusan falsamente, humillan y, finalmente, entregan a la muerte a Jesús. Porque son nuestros pecados los que él carga sobre sí. Pero también podemos y debemos descubrirnos y tratar traducir a nuestra vida a aquellos que sienten compasión, le ayudan a llevar la cruz o se arriesgan para darle una sepultura digna.
Los insultos nos degradan y nos humillan, nos describen haciéndonos de menos, reduciéndonos a una caricatura, a un monigote. Es lo que persiguen también los golpes, o el profundo desprecio que se expresa en un salivazo. Son todas acciones que tratan de ponernos de rodillas, de hacernos sentirnos despreciables, y no solo ante los demás sino también ante nosotros mismos. Ante estas agresiones la reacción natural es la resistencia, que puede ser el contraataque, la violencia y el devolver con la misma moneda (insultos, golpes y salivazos), o bien la defensa, tratar de fajarse, esquivar los golpes físicos y morales (echarse atrás, esconderse, taparse la cara…).
Jesús, en la figura del Siervo de Yahvé, ni contraataca ni se defiende, no se resiste, ni se echa atrás, ni se tapa la cara. ¿Es que este Siervo de Yahvé, Jesús, tiene vocación de víctima? ¿Es acaso un masoquista? No. Tiene, por el contrario, una seguridad absoluta en su propia dignidad, en su propia justicia, y, por eso, ante el mal, se mantiene en pie y no le hacen mella los ataques externos. Esta íntima seguridad y fortaleza le viene del Señor, del que se fía por completo, cuya voz ha escuchado, que le da fuerza para resistir de pie ante el mal, y también para inclinarse en ayuda de los abatidos por esas mismas injusticias que él ha tomado sobre sí.
Podríamos preguntarnos, ¿por qué había de ser la voluntad del Padre la muerte en cruz de Jesús? En realidad, no se trata de entregar a Jesús a la muerte de manera gratuita, sino de un movimiento del mismo Dios, que sale de sí en busca del ser humano, perdido y extraviado por el pecado. Es el movimiento que describe el precioso himno que Pablo recoge en la carta a los Filipenses: Dios mismo, en la persona del Hijo, se ha despojado de su rango para hacerse uno con los postrados, los abatidos, los esclavizados. Y todos lo estamos de un modo u otro: por más poderosos que nos creamos, todos estamos heridos de muerte. Es claro que los pobres, los que sufren, los desheredados de la tierra están en disposición de entender mejor el sentido del despojo que Jesús hace de sí mismo para compartir su destino. Pero, al final, el someterse a la muerte, que es el mal extremo y, por su carácter moralmente injusto y físicamente espantoso, una muerte de cruz, es el resumen de todos los males, al someterse a esa muerte, Jesús se hace solidario con todos los seres humanos sin excepción, que han de experimentar, cada cual a su manera, la propia debilidad y la impotencia ante la muerte.
Pero, como dice este mismo himno, Jesús se abaja para levantarnos del abatimiento en que nos encontramos a causa del pecado.
Y al contemplar este misterio del Hijo de Dios tomando la condición de esclavo, prendido, injustamente acusado y condenado, golpeado, escarnecido, entregado a la muerte, comprendemos que su no resistencia es fruto de esa conciencia de la propia dignidad y justicia, de la confianza total en el Dios Padre que le ayuda, y que él nos ayuda a nosotros en nuestra postración, y, sin comprender del todo lo que estamos contemplando, nos invita a confesar con el centurión: realmente este hombre es el Hijo de Dios, es decir, Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre.