“Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones”. Dios, por boca del profeta Jeremías, se queja de un cumplimiento meramente externo, mecánico, jurídico de la alianza. Si la ley es meramente externa, se siente como coacción y limitación, y esto lleva, en definitiva, al incumplimiento y la infidelidad. En realidad, un cumplimiento sólo externo es incoherente con el origen de la alianza con Dios, que tiene su fundamento en un acto gratuito de salvación: la liberación de la esclavitud de Egipto. “Cumplir” no puede ser algo meramente externo, cuando es la expresión del agradecimiento sincero por los bienes recibidos. Pero Dios no se cansa de hacer el bien, e insiste, prometiendo no sólo una nueva alianza, sino una alianza no escrita en piedra, sino en el mismo corazón del hombre, una ley asimilada y hecha sustancia de la propia personalidad, de la propia conciencia. Y es que se trata ahora de una liberación mucho más radical: no la liberación de un determinado país y de una esclavitud externa, sino de una situación de esclavitud interna y universal, la provocada por el pecado. Una ley interior, inscrita en el propio corazón, es una ley de libertad, porque la persona actúa aquí desde sí misma, sin coacción, y a partir de una experiencia propia, de un conocimiento personal del Señor, que funda una fe como confianza y no sólo por contagio o tradición. La promesa de Dios de la ley del corazón habla de una situación de verdadera madurez humana y espiritual, de auténtica autonomía personal.
“Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer”. Pero alcanzar la madurez no es cosa fácil. Es verdad que el primer impulso es obra de la gracia (la acción salvífica de Dios), pero requiere también de la cooperación personal. Y ello exige tomar decisiones, elegir, hacer renuncias y, en definitivamente, asumir una inevitable cuota de sufrimiento. No es que haya que buscar el sufrimiento por sí mismo. Pero es que la experiencia nos dice que el camino de la autenticidad y la coherencia, el camino de la verdadera libertad, que es el camino del amor, conlleva inevitablemente algún sufrimiento, por las limitaciones propias de la vida (recordemos: elegir es renunciar); y por las limitaciones personales, propias y ajenas.
Jesús, al asumir las limitaciones inherentes a nuestra condición humana, también ha tenido que pasar por el trance del sufrimiento. Su fidelidad al Padre, la obediencia a Su voluntad, su coherencia de vida como Hijo, su autenticidad como testigo y encarnación del amor de Dios, conllevan que “a pesar de ser Hijo, aprendió sufriendo a obedecer”. Y, por eso precisamente, se ha convertido para todos los que le obedecen (creen en él y tratan de seguirlo) en autor de salvación eterna.
“Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”. Jesús es el hombre que lleva en su corazón la ley (la voluntad) de Dios. En él se realiza la nueva y definitiva alianza profetizada por Jeremías. Si queremos ver a Jesús, como aquellos griegos del Evangelio de hoy, si queremos conocerlo por experiencia propia, como profetizaba Jeremías, tenemos, en primer lugar, que acudir a la mediación de los apóstoles, en este caso, la de Felipe y Andrés. Para realizar la experiencia de encuentro personal con Jesús es imprescindible entrar en contacto con la comunidad de sus discípulos, con la Iglesia. Pero para llegar a la plena madurez y autonomía personal de la propia fe es necesario mirar a Jesús en la cruz. De ahí la, en apariencia, extraña respuesta de Jesús a la petición de Felipe y Andrés. Parece que Jesús, a los que quieren verlo, los cita en el Gólgota, porque sólo reconociéndolo allí, es posible conocerlo del todo y de verdad.
Jesús habla de su muerte en la cruz como de su glorificación. Es decir, pese al carácter terrible y negativo de la cruz (tortura, sufrimiento extremo, pero también mentira, injusticia, extrañamiento), Jesús le da un significado positivo: no es sólo un destino inevitable y trágico, sino también una elección, una entrega, un acto de plena donación y de amor. De ahí su sentido fecundo y positivo: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.
El lado negativo, que también existe, explica los gritos y las lágrimas, las oraciones y súplicas que Jesús “presentó en los días de su vida mortal al que podía salvarlo de la muerte”, y que en el Evangelio expresa lacónicamente: “mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora”. La carta a los Hebreos dice que “en su angustia fue escuchado”. Y lo fue realmente, pero no “en los días de su vida mortal”, sino en la consumación de la muerte, en la resurrección, que culmina la glorificación, para la que Jesús ha venido a este mundo.
Los gritos y las lágrimas de Jesús son, en verdad, nuestros gritos y nuestras lágrimas, con las que suplicamos esquivar el amargo trance de la cruz que se presenta en nuestra vida de tantas maneras. Jesús asume nuestros miedos y nuestros deseos naturales, pero su respuesta no es la huida, sino la asunción hasta el final de nuestra condición, sufriendo con nuestros sufrimientos y muriendo con nuestra muerte. Elevado sobre la cruz, Jesús atrae a todos hacia sí, porque en verdad la muerte es lo que, en último término, nos une y nos hermana a todos: por más diferencias que existan entre nosotros, todos deberemos pasar por el amargo trance de la muerte. Y ahí nos espera Jesús con los brazos abiertos, para enjugar nuestras lágrimas y acallar nuestros gritos. Al asumir nuestra muerte y hacer de ella un acto definitivo de entrega y amor, nos da la oportunidad de acoger y hacer nuestra esa ley del corazón, la ley de la libertad y del amor, capaz de entregarse por amor, de morir para dar fruto, de dar sentido positivo a las situaciones de cruz, en las que podemos reconocerlo personalmente, y por las que adquirimos la verdadera y plena madurez humana y cristiana.