La primera lectura nos presenta un cuadro que se puede considerar un clásico en la comprensión de nuestras relaciones con Dios: la infidelidad y el pecado del pueblo lleva al castigo, al límite de la destrucción y al exilio. ¿Se trata realmente de un castigo provocado por Dios? ¿No será, más bien, que el ser humano, al apartarse voluntariamente de la fuente de la vida, que es Dios, se busca él mismo su propia perdición? A la luz de Jesucristo comprendemos que Dios, que es Padre, no es un Dios vengativo y punitivo, sino que, al contrario, es un Dios dador de vida, incluso contra los méritos del ser humano, y a pesar de sus infidelidades y pecados. Son los pecados del pueblo los que lo llevan al exilio: para Israel el exilio de la tierra prometida es, en realidad, el exilio de su propio ser; igual que el pecado, en el fondo, es una traición a la propia identidad de imágenes de Dios e hijos suyos. Y si los pecados de Israel lo llevan al exilio, es la acción misericordiosa de Dios la que suscita el retorno a la tierra. Ciro es una imagen lejana de Cristo, el verdadero Ungido de Dios, enviado por Él no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Es verdad, como dice Pablo, que la salvación es pura gracia, que la providencia de Dios es un poder omnipotente que no está al servicio del castigo y de la muerte, sino un poder creador que incluso de la muerte es capaz de sacar vida, vida resucitada.
Sin embargo, en nuestra experiencia sigue habiendo una relación intrínseca, una especie de ley, que liga el pecado con la muerte. Lo vemos a diario de múltiples formas. Se tiene la impresión de que ante esta masiva evidencia hasta Dios parece impotente. Pero así “parece” si lo vemos con ojos desprovistos de fe. Dios, su poder creador, por el gran amor con que nos ama, no permanece inactivo, no es pasivo ante el espectáculo del mal y la muerte que produce. Al contrario, por decirlo así, deportivamente, Dios contraataca el mal en su mismo corazón, se sumerge en sus más extremas consecuencias. No lo hace, ya lo hemos dicho, provocando la muerte como castigo por los pecados, sino asumiendo sobre sí la muerte que esos pecados provocan. Así, la muerte pasa de ser una consecuencia extrema del mal, a convertirse en una extrema muestra de amor: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.
Dios, con su poder, el poder de un amor sin límites, ha encontrado en la misma enfermedad el remedio: no un juicio de condena, sino una oferta de vida y salvación.
Pero el amor no se impone, sino que se ofrece, se propone, y espera paciente la respuesta. La primera respuesta es la fe: abrir los ojos, el alma, el corazón a la acción salvífica de Dios, que se ha hecho patente, elevada para que se vea bien, en la cruz de Jesucristo.
Esa apertura de la fe nos ilumina para empezar a ver el mundo con ojos nuevos, para percibir en medio de la atormentada historia de la humanidad el bien que también está presente, y nos habla de la presencia de Dios en nuestro mundo, en los Ciros, en los hombres buenos que abren el camino para regresar de nuestros exilios, y de manera plena y definitiva en la encarnación de su hijo Jesucristo, enviado no para condenar sino para salvar, para ser el camino que nos permite encontrar la casa del Padre.
Y esa luz de la fe, junto con esa manera nueva de ver las cosas, nos lleva a un modo nuevo de vivir y de actuar: no devolver mal por mal, no reservar el bien solo a “los míos”, a “los nuestros”, sino convertirnos en cooperadores de Dios, que no conoce fronteras, en la obra de la salvación. Es decir, no solo ver y reconocer el bien, sino poner manos a la obra, dedicándonos a hacer las buenas obras que él nos asigna para que las practiquemos, las obras del amor, hechas según Dios, es decir, según Jesucristo, elevado en la cruz para darnos la vida eterna.
En medio de los rigores de la Cuaresma, precisamente a la mitad de este camino, la Iglesia se da un respiro y celebra el Domingo “Laetare”, alegraos, que es la invitación de la antífona de entrada de la Misa: “Festejad a Jerusalén, gozad con ella, alegraos con su alegría”. La Iglesia se alegra por anticipado ante la próxima Pascua, pese a que continúa su camino penitencial, y se da un respiro, permitiendo el uso de flores sobre el altar, cambiando el color morado de las vestiduras litúrgicas, por el color rosa, más suave, y el uso del órgano en la Eucaristía.