El templo de su cuerpo y la sabiduría de la cruz. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para el 3 domingo de Cuaresma

No es ocioso volver sobre los diez mandamientos y meditarlos con calma. En esta primera versión del libro del Éxodo se insiste sobre todo en el primero de todos. Amar a Dios sobre todas las cosas significa renunciar con claridad a todos los ídolos, del cielo y de la tierra, negarse con determinación a inclinarse ante ellos. El Dios de Israel, el único verdadero, es un Dios celoso que no admite rivales. Pero no, como pudiera pensarse, porque quiera someternos a Él como siervos en exclusiva, sino, todo lo contrario, porque quiere que seamos libres, y no quiere que nada nos esclavice, como sucede con los falsos dioses, los ídolos que pretenden ocupar el lugar de Dios. Su celo no es por su propio poder, sino por nuestro bien. En el Dios de Israel puede ya vislumbrarse el rostro paterno de Dios que se hará completamente patente en Jesucristo. Es un Dios exigente y celoso, pero con el celo del verdadero amor que quiere el bien de los suyos, y que se expresa en la sobreabundancia de la misericordia.

Esto significa adoptar ante Él una actitud abierta, franca, sincera, que renuncia a manipularlo, a usarlo en beneficio propio, y que, por el contrario, lo reconoce y le rinde homenaje, consagrándole el sábado. Es importante entender el sentido del descanso sabático (dominical para nosotros): es una nueva muestra del amor y la preocupación de Dios hacia nosotros. Dios nos manda también descansar, hacer fiesta, ser indulgentes con nosotros mismos. El sábado recordaba (y a su manera reproducía) el descanso del mismo Dios. Nuestro domingo evoca la vida nueva de la resurrección a la que estamos llamados (después de que Jesús descansara en el sepulcro). El día de descanso anticipa la meta trascendente de la vida, que consiste en la comunión con Dios y con los hermanos. Luego este día tiene que expresar también esa relación de comunión con Dios a la que estamos llamados por medio de la oración, que tiene en la Eucaristía su mejor expresión.

Así nos equipamos para que nuestra libertad junto con la gracia y la misericordia recibidas de Dios se proyecte en la relación con los demás. En primer lugar, en la benevolencia con los más cercanos (padre y madre, y todos los que, por medio de ellos, están especialmente vinculados con nosotros); y después con todos los demás. Y, si bien no podemos hacer el bien a todo el mundo, sí que podemos hacer a todos ese mínimo de bien que consiste en no hacer a los demás lo que no deseas para ti. En estos tiempos de relativismo rampante, la escueta exposición de los mandamientos lo desmiente frontalmente: nadie desea que lo maten, que le pongan los cuernos, que le roben, que lo engañen, que lo injurien, que le acosen en sus bienes y en sus seres queridos… Por tanto, no se lo hagas tú a los demás. Bastaría aplicar esta elemental moral de mínimos para que cambiara la faz de la tierra.

Pero, por una extraña maldición, ni siquiera esos mínimos morales somos capaces de aplicar: evitar el mal a los lejanos y hacer el bien a los cercanos. Incluso en las relaciones más cercanas y básicas chocamos, nos herimos, faltamos a la ecuanimidad y la justicia, no digamos ya al amor.

Esa extraña maldición es el pecado original. Y en el núcleo original del mismo está la idolatría. Nos rendimos ante diocesillos falsos y mentirosos, les damos cabida en el santuario de nuestra conciencia, contaminamos nuestra relación con Dios con actitudes comerciales e interesadas, llegando al extremo de ignorar su Palabra y de expulsarlo del templo interior que todos somos por portar su imagen. Y, al distorsionar la relación con la fuente, enturbiamos el manantial que nos lleva a los demás, malogrando la relación con ellos.

Jesús hoy nos invita precisamente a revisar nuestra relación con Dios, a poner orden y limpieza en el templo del Espíritu Santo que somos, a devolverle a Él la atención que realmente se merece, a purificar nuestra imagen de Dios de todo interés indigno de Él. En mitad del camino cuaresmal, la enérgica acción de purificación del templo es un gesto profético que nos debe interpelar. ¿Qué negocios, qué intereses (no necesariamente pecaminosos, tal vez legítimos) están ocupando el espacio que debo reservar en exclusiva para Dios?

Caigamos en la cuenta, de nuevo, de que Dios no quiere invadir el espacio de nuestra libertad, sino, al contrario, preservarla, porque las cosas convertidas en ídolos nos esclavizan. Y garantizar la relación con este Dios que nos presenta como Padre, celoso del bien de sus hijos, es precisamente la garantía de nuestro verdadero bien, de la libertad verdadera. Jesús nos da un ejemplo meridiano de que una relación con Dios purificada de todo interés espurio, basada en el amor filial, nos da libertad para vivir con pleno sentido. Es la libertad del amor, capaz de disponer de la propia vida y entregarla con generosidad. De ahí su alusión a su propia muerte en la cruz, como signo que le habilita para realizar la purificación del templo. En realidad, por esa muerte en la cruz, su propio cuerpo se ha convertido en el verdadero templo de Dios, purificado de todos los ídolos. Es el cuerpo que recibimos en la Eucaristía, por la que nosotros mismos nos vamos convirtiendo en piedras vivas del templo de su cuerpo, en el que recibimos una fuerza que viene de Dios y aprendemos una sabiduría nueva: la sabiduría de la cruz, que es la sabiduría y la fuerza del amor.