Escuchar al Hijo amado, amar al Hijo en los hermanos. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 2º domingo de Cuaresma

¿Mandó a Abraham el Dios cruel del Antiguo Testamento sacrificarle su único hijo? En realidad, lo que hace Dios en este episodio es corregir una costumbre bárbara de los pueblos antiguos, que consideraban que debían consagrar al Señor las primicias de todo, incluidas las de la propia paternidad, sacrificando a los primogénitos. Abraham se disponía a cumplir lo que le dictaba la conciencia y lo que era costumbre, y su tragedia no consistía, sobre todo, en la muerte de Isaac, sino en el hecho de que, por ser su único hijo, nacido en la vejez, su muerte significaba que quedaría privado de descendencia y no se cumplirían así las promesas de Dios. Dios salva a Isaac de la muerte y corrige esa costumbre abominable (como la considera el lenguaje bíblico), con una prohibición que se repite con frecuencia en el Antiguo Testamento y que distinguirá a Israel de los pueblos circundantes (cf. Ex 13, 13; 34, 19-20; Num 18, 15; 2Rey 16, 3; 17, 17. 31; 2Cr 28, 3).

El que no perdonó a su propio Hijo ha sido el Dios Padre del Nuevo Testamento, y no por un acto de crueldad, sino que por puro amor por todos nosotros lo entregó a la muerte, para destruir la muerte y rescatarnos del pecado. En la muerte y resurrección de Cristo encontramos el sentido pleno y profético del sacrificio de Isaac, un sentido salvador que salva al muchacho de una muerte no elegida, pero que prefigura a Cristo, entregado libremente a la muerte en la cruz para salvarnos.

Incluso en sentido puramente humano hay dolores que acaban siendo positivos, productivos. Pensemos en una operación quirúrgica, o en el plano de las relaciones humanas, una crisis que puede acabar fortaleciéndolas. Pero esto, claro, no está asegurado. Incluso, de nuevo humanamente, lo único que está asegurado es el triunfo final de la muerte. Por eso, esa relativa positividad del dolor encuentra su pleno sentido sólo a la luz de Jesucristo: en su cruz comprendemos que Dios está con nosotros incondicionalmente. En las circunstancias más adversas, cuando parece que todo está contra nosotros, sabemos que Dios está a nuestro favor. Su muerte, libremente elegida, es principio de vida nueva, de vida.

Pero, hemos de reconocerlo, nos cuesta mucho comprender está lógica y adquirir esta sabiduría. Para ello debemos hacer de algún modo la experiencia de la transfiguración: subir a un monte alto (tender a los bienes de arriba: cf. Col 3, 1), contemplar a Cristo, escuchar su palabra. Los evangelios nos dicen que fue una experiencia reservada sólo a tres de los apóstoles. Tal vez sea aspirar a más de lo que debemos. Pero en realidad, por medio de los apóstoles, es algo a lo que podemos aspirar todos: seguir a Jesús cuesta arriba (es decir, en los momentos de dificultad), abrir los ojos del alma para contemplarlo en la oración y, sobre todo, escuchar su Palabra, que suena ya en el Antiguo Testamento, en la Ley y los Profetas, que, conversan con Él porque, en el fondo hablan sólo de Él.

Pero esta contemplación y escucha que nos ilumina (nos hace ver a Jesús luminoso, en la verdad de su ser Hijo de Dios) no es una meta final, sino sólo un alto en el camino, para poder seguir camino de Jerusalén, donde Jesús subirá a otro monte, el Gólgota, para entregar libremente su vida. Los tres apóstoles, que deseaban permanecer en el lugar de la luz, donde todo resultaba claro, son invitados a descender de nuevo y reemprender el camino, siempre en el seguimiento de Cristo, para, fortalecidos con la luz recibida, poder atravesar también “áridos valles” (Sal 84, 7), “días de tinieblas y de oscuridad” (Jl 2, 2). Sin embargo, se ve que, pese a la luz recibida, no han entendido hasta el final, puesto que preguntan “qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos”. Los judíos de aquel tiempo (con la excepción de los saduceos) creían en la resurrección, pero esta fe la posponía hasta el fin de los tiempos. Una resurrección que aconteciera dentro de la historia era para ellos algo incomprensible. Además, hablar de resurrección significaba aceptar la muerte, algo con lo que los apóstoles y los discípulos de Jesús tampoco, al parecer, contaban.

Sólo después de la (para ellos sorpresiva) muerte de Jesús en la cruz y de su (también inesperada) resurrección, pudieron entender el sentido pleno de la luz recibida en el monte Tabor, y comunicarla a los demás, también a nosotros, para que podamos hacer esa misma experiencia.

Pero también a nosotros nos cuesta mucho entender el sentido de la cruz y de la resurrección en este tiempo presente de nuestra propia biografía. También nosotros tendemos a situar al cruz en el pasado (algo que le sucedió a Cristo, pero no a nosotros), y la resurrección en un remoto futuro. Quisiéramos quedarnos, como Pedro, disfrutando de la luz, sin descender del Tabor. Sin embargo, la luz de la transfiguración (elevar la mirada, contemplar, escuchar, descender de nuevo al encuentro de nuestros hermanos), nos debe dar la sabiduría para descubrir la cruz de Cristo, su rostro, en los acontecimientos dolorosos de nuestra historia y de nuestra vida: también ahí Dios esta con nosotros; y esta sabiduría nos ayuda a comprender que la vida nueva de la resurrección está ya presente y operando, porque el mismo Jesús, muerto y resucitado, está viviendo entre nosotros, nos acompañan y nos enseña el camino: es el camino de la entrega en el amor a los hermanos, que nos lleva, como a Jesús, a la experiencia de la cruz, y que nos rescata de la muerte y del pecado, como rescató a Isaac.