El texto del Génesis habla de una especie de “arrepentimiento” de Dios. Parece que, tras el diluvio, le pesa haber enviado un castigo tan grande, y promete que no volverá a hacerlo. En realidad, lo que el texto viene a decirnos es que Dios no es un Dios de muerte, sino de vida, y que las desgracias que nos suceden, a veces por causas naturales, otras a causa de nuestros pecados, encuentran en Dios una respuesta de vida. Dios emite signos de vida (el arco iris, hoy en día tristemente secuestrado por causas humanas, demasiado humanas), en medio de las realidades de muerte que experimentamos en nuestro mundo a diario.
En esta lucha entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, entre el amor y el odio, entre la cooperación y la violencia no estamos solos. Dios, que nos ha dado su palabra y prometido que sus designios son de paz y no de aflicción (cf. Jer 29, 11), nos ofrece su ayuda y no sólo “desde arriba”, como espectador, sino que Él mismo, en la persona de su Hijo Jesucristo, ha bajado al barro y se ha implicado en la lucha, sufriendo sus consecuencias, muriendo por los pecados para conducirnos a Dios, para ser él mismo el camino que nos conduce al Padre.
Con su muerte voluntaria en la cruz, Jesús ilumina esta historia atormentada de la humanidad, y a esa luz vemos que las desgracias que nos afligen, personal y colectivamente, no son el final del camino, sino que, por ese camino, en el que también existe la aflicción, Jesús nos devuelve a la vida. Así descubrimos incluso en las situaciones dolorosas y negativas –que no son voluntad de Dios, sino consecuencias de nuestros pecados– un sentido positivo y salvador. Así, en el caso del diluvio, que, a la luz de Cristo, como nos enseña hoy Pedro, se convierte en un símbolo del bautismo, por el que participamos en la muerte y, sobre todo, en la resurrección de Cristo.
Jesús nos acompaña por esta travesía, que se asemeja a una travesía por el desierto. Caminamos hacia la tierra prometida, hacia la plenitud de la vida, que está en Dios, pero lo hacemos en medio de dificultades diversas, que ponen a prueba nuestra debilidad. El tiempo de Cuaresma, que empezamos el pasado miércoles, se asemeja a un camino por el desierto hacia la tierra prometida, que no es otra cosa que la vida nueva de la resurrección. Por eso, comenzamos este camino cuaresmal en el desierto, al que Jesús se dirige guiado por el Espíritu.
El camino por el desierto es una buena imagen de nuestra vida terrena. Israel salió de Egipto, liberado por Dios de la esclavitud, camino de la tierra prometida, a través de la difícil travesía del desierto. Hay en el origen de esta historia un acto gratuito y salvador por parte de Dios. También nuestra existencia personal es fruto de un acto gratuito del amor de Dios, que nos saca de la nada y nos llama a la plenitud de la vida. Pero esta plenitud no puede darse si no es libremente elegida. Y en esto consiste, en síntesis, el sentido de nuestra existencia en este mundo. Tal vez sea exagerado, un tanto pesimista, afirmar que este mundo es un valle de lágrimas, aunque lágrimas, sin duda, las hay, mezcladas con alegrías. Esta mezcla de alegrías y tristezas, de éxitos y fracasos, de satisfacciones y sinsabores… se parece más, precisamente, a un camino por el desierto, en el que también existen la belleza y los oasis. Pero el desierto nos habla también de soledad y de prueba. El desierto es un lugar que nos pone a prueba, que nos hace sentir nuestra debilidad, en el que somos tentados.
La tentación es una forma peculiar de motivación, en la que ciertos valores o bienes, que responden a necesidades e inclinaciones reales nuestras, se nos ofrecen al precio de sacrificar (ignorar, negar, destruir) valores o bienes superiores. Se podría decir que la tentación es el conflicto entre nuestras necesidades y nuestras exigencias. Esas necesidades pueden ser muchas veces legítimas, pero dejan de serlo si para ello tenemos que desoír las exigencias que, si bien pueden ser difíciles y pesadas, ennoblecen nuestra vida.
En el evangelio de Marcos se dice lacónicamente que Jesús fue tentado por el diablo. A la tentación natural (como el hambre, la sed, la necesidad de compañía, etc.), a la que nos acabamos de referir, se suele añadir una dimensión en verdad diabólica. El diablo, el padre de la mentira, trata no sólo de incitarnos a satisfacer nuestras necesidades desoyendo nuestras exigencias, sino que intenta convencernos de que hacer eso es bueno, y de que secundar las llamadas del bien, de los valores más altos (esos que resultan con frecuencia difíciles y pesados) es malo.
Como somos débiles, podemos a veces ceder a la tentación, pero sin perder la conciencia del bien y del mal, esto es, escuchando la voz de la conciencia (la voz de Dios), que nos advierte de que hemos actuado mal. El pecado reconocido y confesado (de modo especial, en el sacramento de la reconciliación) es una forma privilegiada de pasar de la muerte a la vida, en la que, como dice Pedro, los culpables son conducidos a Dios. Pero, si nos dejamos llevar por la tentación diabólica, al perder el sentido del bien y del mal, al creer que lo que queremos, porque lo queremos, ya se convierte en bueno, entonces nos volvemos sordos a esa voz de Dios que suena en nuestra conciencia, y nos cerramos a la posibilidad del arrepentimiento.
Jesús que camina por el desierto, nos acompaña y nos ayuda. El desierto es, hemos dicho, lugar de soledad: es también el lugar en el que en el silencio podemos orar y escuchar a Dios. Podemos escuchar su voz que suena en su Palabra, el mismo Jesús, que camina con nosotros y se hace él mismo camino. Él también ha sido sometido a la tentación, como verdadero hombre que es. Pero la ha vencido, porque está unido con Dios su Padre, la fuente del Bien, de los valores, de las exigencias auténticas. Y nosotros, unidos a él, podemos también vencerlas. Para ello, necesitamos acudir a la soledad de la oración y de la escucha de su Palabra. Su Palabra (que suena en la liturgia y se “encarna” en el pan de la Eucaristía) nos fortalece en esta travesía, en que nos vemos acosados por alimañas (el misterio del mal que nos rodea), y nos impide convertirnos nosotros mismos en alimañas para los demás. Antes bien, nos va convirtiendo en ángeles que le sirven, y lo hacen sirviendo a sus pequeños hermanos, dando así testimonio de que es verdad que el Reino de los Cielos está cerca, y unidos a Jesús podemos entrar ya en él.