En el Antiguo Testamento y, muy probablemente, en todo el mundo antiguo, el concepto de lepra incluía un amplio espectro de enfermedades de la piel. La escasez de conocimientos médicos para distinguir unas enfermedades de otras y, sobre todo, la falta de recursos para combatir esas enfermedades, provocaba una actitud de extrema prudencia, que aconsejaba el alejamiento de los enfermos, para evitar el contagio. Y en una sociedad inclinada a interpretar todos los acontecimientos en clave teológica, la lógica cuarentena sanitaria llevaba aparejada la exclusión social y la excomunión religiosa. La enfermedad física conllevaba en ocasiones, como en el de la lepra, la impureza religiosa. Aunque, como indican las normas del libro del Levítico en sus capítulos 13 y 14, no estaba excluida la posible curación (y el reingreso en la comunidad), que debía celebrarse con un sacrificio.
Estas prácticas de exclusión, que nos pueden parecer hoy extrañas y escandalosas, tenían, sin embargo, su lógica, basada en el miedo al contagio y su interpretación religiosa. Aunque no deberían escandalizarnos demasiado, habida cuenta de las autoexclusiones masivas que hemos practicado hace no tanto a escala planetaria, precisamente por el miedo prudencial al contagio, y, sobre todo, si consideramos las técnicas de exclusión que seguimos practicando, ya no tanto por motivos religiosos, pero sí por otros (sustitutivos a veces de la religión), de tipo social, político o ideológico. Seguimos construyendo muros, a veces de piedra o alambrada, en otras ocasiones con formas eficaces y sutiles de exclusión.
Jesús, nos cuenta el evangelio de Marcos, atraía a las gentes, y él mismo iba a su encuentro. Jesús superaba barreras, atravesaba fronteras, derribaba muros. Y su poder de atracción era tan grande que hasta los más excluidos de la sociedad, como los leprosos, se veían impelidos a contravenir las normas que los mantenían alejados, según parece a no menos de 50 pasos de cualquier persona sana, y acercarse a Jesús, que no evitaba estos encuentros.
En el del Evangelio de hoy, el enfermo hace una profesión de confianza en el poder de Jesús y le suplica que lo utilice. En su petición resuena la clave religiosa de la comprensión de la enfermedad: no pide que lo cure, sino que lo limpie, esto es, que le quite la impureza.
La respuesta de Jesús merece una especial atención. Dice el texto lacónicamente que Jesús sintió lástima, se apiadó (en griego splanchistheis). Pero los manuscritos más antiguos usan el verbo orgistheis, que significa “se encolerizó”. Un Jesús lleno de enojo parece que provocaba la extrañeza y el escándalo de los copistas, que debieron decidir suavizar la expresión, usando un verbo más acorde con la imagen que todos tenemos de Jesús: compasivo y lleno de amor. Sin embargo, hay razones para pensar que el texto original de Marcos contenía esta última (y escandalosa) expresión. En primer lugar, porque es un criterio común de la exégesis que se debe preferir la lectura más difícil: los copistas son tentados a “mejorar” un manuscrito cambiando una lectura difícil por una más fácil, pero no al revés. En este caso, los copistas serían tentados a cambiar el enojo de Jesús por compasión, que es más fácil de entender. Y, en segundo lugar, avala esa hipótesis el hecho de que Mateo (8:1-4) y Lucas (5:12-16), que siguen a Marcos en este pasaje, omiten cualquier referencia a los sentimientos de Jesús (ni la compasión ni el enojo), lo que indica que también ellos debieron sentirse embarazados ante esa reacción de cólera, y la silencian (lo que no hubieran hecho, probablemente, de tratarse de una reacción de compasión).
La pregunta es: ¿Por qué se enoja Jesús? No parece que pueda ser porque el leproso ha infringido la norma de los cincuenta pasos, ni siquiera porque él, como muchos otros, repara sólo en la curación física descuidando la dimensión espiritual (de hecho, recordemos que el leproso pidió ser purificado, con una clara connotación religiosa). Y es aquí, probablemente, donde se encuentra la clave del enfado de Jesús: creer que la lepra está producida por Dios como castigo por los pecados ofende la imagen del Dios Padre, lleno de amor incondicional, que constituye el centro de la experiencia y de la enseñanza de Jesús. Es decir, Jesús desliga la enfermedad física de la impureza ritual. Y para mostrarlo, no se limita a curar al leproso con su palabra (como hace en otras ocasiones: cf. Lc 17, 11-19), sino que diciendo “quiero”, lo tocó. Si en al antigua mentalidad tocar a un leproso implicaba incurrir en impureza, Jesús, al tocar al enfermo, está diciendo que no es Dios el que provoca la lepra, sino que de Él viene la curación del cuerpo, y también del alma. Jesús, que en otro lugar (Mc 7, 14-23) afirma que no es lo que procede de fuera lo que hace al hombre impuro, refiriéndose a los alimentos, nos dice ahora que tampoco la enfermedad es causa de impureza. Jesús, tocando al leproso, le “contagia” la gracia, la acción benéfica y curativa de Dios, la salvación.
Y no acaba aquí el enfado de Jesús. Tras la curación del leproso lo despide y le advierte severamente que no diga nada a nadie y que vaya al sacerdote ha hacer la ofrenda que mandó Moisés, y añade, “en testimonio contra ellos”. Los verbos usados para despedir al recién curado, para advertirle severamente y para la ofrenda (en testimonio contra ellos) hablan también de un estado emocional colérico. Y es que no es el leproso el objeto del enfado, sino aquellos que propagan esa falsa idea de un Dios castigador con enfermedades terribles supuestos pecados (que, probablemente, los que padecían esas enfermedades no habían cometido más que cualquier otro). Y los sacerdotes, escribas y fariseos, como maestros del pueblo, entraban en esa categoría.
En síntesis, el enfado de Jesús es un arrebato de celo por su Padre, del que afirma sólo su amor y misericordia. Luego, los copistas que corrigieron el texto, no dejaban de tener parte de razón: el enojo de Jesús es perfectamente compatible con la lástima que le suscitó el leproso, y que expresa proféticamente tocándolo para curarlo.
Y el curado de la lepra, desobediente al mandato de Jesús, hace, sin embargo, lo que todos los creyentes en Jesús, curados de nuestras impurezas y perdonados de nuestros pecados, deberíamos hacer continuamente: divulgar “lo que el Señor ha hecho conmigo” (Sal 66, 16) con grandes ponderaciones, para que los que padecen lepras espirituales de cualquier tipo (y todos tenemos alguna) acudan a él de todas partes.