¿Es la relación con Dios una relación mediada por iglesias, sacerdotes y profetas? O, más bien,
¿es un asunto exclusivamente personal, en el que cada uno debe tener acceso directo a la divinidad?
El texto del Deuteronomio parece inclinarse por la primera opción: el pueblo de Israel, atemorizado
por el contacto directo con Dios, pide un mediador, precisamente Moisés, que, a su vez, les
promete mediadores para el futuro y, más en concreto, un mediador, un profeta similar a él mismo.
Sin embargo, el mismo Moisés alude a la posibilidad de falsos profetas, que no transmiten la
palabra de Dios, y que en nombre de Dios pueden manipular al pueblo. Es el peligro de los
mediadores. Por eso existen movimientos religiosos, como la New Age y muchos otros, que se
presentan como alternativas al cristianismo y que pretenden ofrecer un contacto directo con la
divinidad. En realidad, lo que suelen ofrecer son emociones, más o menos inducidas por
determinadas técnicas (en ocasiones, por determinadas sustancias), es decir, impresiones
subjetivas, difíciles de discernir, que se pueden considerar tanto divinas como diabólicas, aunque
las más de las veces son sólo expresión del propio subconsciente, y fruto con mucha frecuencia de
las manipulaciones del gurú de turno. Prometen “experiencia directa,” pero justamente en estos
movimientos abundan los falsos profetas.
La relación con Dios es una relación entre personas, es decir, es necesariamente un asunto personal
e interpersonal. Por eso, es necesariamente, una relación mediada. Mis palabras y mis gestos son
el medio por el que expreso y puedo dar a otros mis pensamientos y sentimientos, que sin esa
expresión son inaccesibles a los demás. Dios es inaccesible para nuestros sentidos, nuestros
sentimientos y nuestras ideas y pensamiento, a menos que Él mismo se exprese, nos ofrezca
mediaciones que lo hacen en cierto modo accesible: Dios nos habla y su palabra se hace humana
y comprensible en la voz de los profetas.
Y, sin embargo, el deseo de un contacto más directo que el de la mediación (sacerdotal o profética)
es muy comprensible. Todos queremos conocer por experiencia propia y no solo por lo que otros
nos cuentan.
Pues bien, este deseo legítimo de un contacto más directo (aunque siempre mediado) se ha
cumplido en Jesucristo. La promesa de Moisés sobre un profeta “como yo” se ha cumplido,
infinitamente por encima de lo que el mismo Moisés podía siquiera imaginar. Porque el que ha
venido no es un profeta como él, ni siquiera un profeta mucho más grande que él, que nos transmita
las palabras de Dios, sino que la misma Palabra de Dios ha venido a nosotros. Jesús es el Hijo de
Dios, el Dios con nosotros, en quien tenemos acceso directo a Aquel, a quien nadie ha visto nunca,
pero que en Jesús nos ha mostrado su rostro paterno. Nuestra relación con Dios es necesariamente
mediada, pero la mediación que Dios nos ofrece es Él mismo, su Palabra: Jesús es Dios diciéndose
y, además, de modo humano (Palabra encarnada).
Esto es lo que explica que la enseñanza de Jesús resulte asombrosa: supera infinitamente todo lo
que puedan decirnos profetas, sacerdotes o maestros. Jesús enseña con autoridad, desde sí mismo.
No lo hace con el poder de la fuerza. La autoridad verdadera no se impone, sino que atrae y actúa,
promoviendo y dando crecimiento. La persona de Jesús es atractiva, su palabra nos toca por dentro,
nos sana, nos pone en pie, nos libra de nuestros malos espíritus.
Todos necesitamos de esa autoridad atractiva y sanadora. En la sinagoga, en el lugar sagrado, se
sientan gentes con espíritus inmundos. Para encontrarlos no hay que irse lejos, a hipotéticos reinos
del mal. Cada uno de nosotros tiene sus propios espíritus inmundos, y todos necesitamos
acercarnos a Jesús para que nos hable, nos asombre, nos sane y nos libere.
Todos tenemos derecho a un acceso directo a Dios, pero este es sólo posible por medio de la
Palabra, que es Jesucristo. Ir a la Iglesia, asistir a la Eucaristía, escuchar la Palabra, recibir los
sacramentos, orar en la propia habitación (cf. Mt 6, 6), son formas reales de realizar este encuentro
personal, que no se reduce a impresiones subjetivas (de dudoso sentido), sino que nos abre al
encuentro con los demás, en los que descubrimos a nuestros hermanos en Cristo, hijos de un mismo
Padre. En el asombro ante la Palabra que es Cristo podemos asombrarnos también de descubrir a
los demás de un modo radicalmente nuevo.
La sanación que nos ofrece Jesús genera comunidad, hace que la diversidad de caminos y
vocaciones cristianas converjan en armonía. De hecho, aunque parece que Pablo establece una
suerte de contraposición entre esas formas de vivir la vida cristiana, unas más directamente
centradas en el Señor, y otras más en las cosas de este mundo, en realidad podemos entenderlas
perfectamente como no contrapuestas, sino complementarias. Y esto es así porque el Señor
Jesucristo ha venido a este mundo, vive en él, y está presente en todos sus asuntos. La mujer que
se ocupa de su marido (y el marido que se ocupa de su mujer) se están ocupando también de las
cosas del Señor, pues el matrimonio es asunto suyo (del Señor), en cuanto signo y sacramento del
amor de Dios en este mundo.
Lo importante es, en realidad, que todos, cada uno a su modo, asombrados de su doctrina y sanados
por su Palabra, demos testimonio unánime de él, para que su fama se extienda por todas partes.