El viejo y el nuevo mundo. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 3 domingo del tiempo odinario

La fuerte relación que siempre se da entre la primera lectura y el evangelio del domingo se da hoy
por contraste, casi por oposición. En la primera lectura se anuncia con tono amenazante el fin de
una ciudad, la destrucción de un mundo viejo marcado por el pecado. Aunque no se trata de algo
irremediable. Hay una vía de salida: el arrepentimiento. En el Evangelio se anuncia el comienzo
de un mundo nuevo: es la cercanía del Reino de Dios; y se trata de una buena noticia, exactamente
de un “evangelio”. Pero este comienzo no es automático: requiere de esfuerzo y cooperación.
El punto de unión de las dos situaciones (un final que puede evitarse, y un comienzo que hay que
fomentar) es el arrepentimiento, la llamada a la conversión. Y esto nos descubre que esos dos
mundos antagónicos en realidad conviven. Salir del mundo viejo marcado por el pecado y que se
encamina a su destrucción por su propio dinamismo, y entrar en el mundo nuevo que se ha
acercado a nosotros por medio de Jesucristo, es, en realidad un mismo movimiento: el que va del
mal al bien, del pecado a la gracia, por la vía del arrepentimiento y del perdón.
Cristo nos llama a la conversión y a la fe, pero también a la cooperación. La cercanía del Reino de
Dios es pura gracia, porque es la cercanía del mismo Cristo, en el que es reinado de Dios se hace
real. Pero para que esa cercanía se haga efectiva, para que se haga presencia en nosotros, tenemos,
sí, que renunciar al pecado, pero también estar dispuestos a trabajar, a construir junto con Cristo
ese mundo nuevo de relaciones con Dios y con los demás, en que consiste el Reino de Dios.
Cuando Jesús llama a los discípulos a esa cooperación, por un lado, respeta su identidad (si son
pescadores, pescadores seguirán siendo), pero, al mismo tiempo, la eleva y le da un sentido nuevo,
con la novedad del mundo que está empezando a hacerse presente: los convierte en pescadores de
hombres.
La pregunta que podríamos hacernos nosotros hoy a la luz de la Palabra es: ¿en qué mundo estoy
yo viviendo? Si somos sinceros deberemos reconocer que estamos viviendo en los dos. Porque
tras la venida de Cristo, la vida cristiana a la que nos llama no consiste en una existencia celestial,
sin sombra de pecado, sino precisamente en el proceso de pasar de un mundo a otro. Es un proceso
que lleva toda la vida, y que hay que realizar cada día. Porque el viejo mundo está a nuestro
alrededor y en nosotros mismos, y cada día tenemos que hacer el esfuerzo de vencerlo, de
arrepentirnos, salir de él y cooperar positivamente en la construcción del Reino de Dios.
La paradoja entre la primera lectura y el evangelio, entre el viejo y el nuevo mundo, está bien
reflejada en las palabras de Pablo en la carta a los Corintios. Son palabras que expresan esta
realidad nuestra, si queremos vivir como cristianos: vivir en las cosas, los problemas y
preocupaciones de este mundo, pero sabiendo que no son la realidad definitiva, en la que se agota
toda nuestra existencia.
Que los que tienen mujer viven como si no la tuvieran (y las que tiene marido, otro tanto), significa
que el matrimonio, realidad santa y signo (sacramento) del amor de Dios no expresa, sin embargo,
el estado definitivo del ser humano, pues en el mundo de la resurrección “serán como ángeles en
los cielos” (Mc 12, 25), y vivirán en un amor perfecto y sin límites, incluirá, sin duda, el amor que
se profesaron los esposos. Que los que lloran vivan como si no lloraran, significa que sí que hay
que llorar, que hay cosas que merecen lágrimas y hay que llorarlas, pero no sin esperanza (cf. 1
Tes 4, 13). No son lágrimas de desesperación, aunque sean de dolor. Vivimos en este mundo
padeciendo, pero con la esperanza y la certeza de que estos dolores y padecimientos no son
definitivos. Que los están alegres lo estén como si no lo estuvieran significa que también las
alegrías de este mundo son relativas, y que, aunque podemos y debemos alegrarnos, no debemos
poner todos nuestro esfuerzo, nuestra esperanza, nuestra vida entera en la consecución de alegrías
que no son definitivas. Que los que compran, lo hagan como si no poseyeran, indica que no nos
desentendemos de los asuntos de este mundo, que nos apremian inevitablemente, pero sin olvidar
que todo lo que podemos adquirir aquí, aquí se ha de quedar, y nosotros no: “desnudo salí del
vientre de mi madre y desnudo volveré a él” (Job 1, 21) y “¿quién se quedará con lo que has
acumulado?” (Lc 12, 20). No podemos no negociar (trabajar, esforzarnos) en este mundo, pero no
debemos dar a esos negocios todo nuestro corazón.
En realidad, todas esas cosas (amores, duelos y alegrías, afanes y negocios) pueden convertirse en
“material” para la construcción del Reino de Dios, a la que nos invita Jesús cuando nos llama al
seguimiento.
El matrimonio, ya lo hemos dicho, no es un mero asunto personal entre dos, sino un verdadero
“signo” (sacramento) que remite a la fuente de todo amor, Dios. En las penas y las lágrimas
podemos ejercer el ministerio del consuelo y la compasión. En las alegrías, además de tratar de
procurarlas, anticipamos la alegría plena de la comunión con Dios y los hermanos, la plenitud del
amor que, en este mundo se expresa “alegrándonos con los que se alegran y llorando con los que
lloran” (cf. Rm 12, 15). En el trabajo, las compras y los negocios podemos actuar no solo con
justicia, sino también con solidaridad, compartiendo nuestros bienes con los que menos tienen,
con los más necesitados.
Así, amando, consolando, dando alegría, compartiendo… así pasamos del mundo viejo al nuevo,
cooperamos con Cristo en hacer presente el Reino de Dios, hacemos verdad esas palabras que
tantas veces repetimos en el Padrenuestro: que la voluntad de Dios se haga realidad en nuestro
mundo (por medio de nuestra propia voluntad), que el cielo, una parte de él, venga a nuestro mundo
viejo y lo renueve.