Vivimos, se dice, una profunda crisis de vocaciones en la Iglesia. Sin embargo, esto no significa
que Dios se haya quedado mudo o haya decidido dejar de llamarnos. Tanto más, si tenemos en
cuenta que hoy en día ya no consideramos “la vocación” algo solo referido al sacerdocio y la vida
religiosa. Es verdad que existen esas vocaciones especiales, que requieren de un especial
discernimiento, pero Dios, Jesucristo, siguen llamando, y llamando a todos, por diversos caminos
y vocaciones, a su seguimiento. La crisis de la que hablamos, más bien, es una crisis de respuesta
a la llamada. Y esto no sólo, de nuevo, en relación con las vocaciones de consagración especial,
como el sacerdocio y la vida religiosa, sino en relación con todas las vocaciones cristianas. No es
que sean pocos los que (al menos, hablando del mundo occidental) reciben la llamada, sino que la
escasez se da por parte de la respuesta. No es que Dios se haya vuelto mudo, sino más bien
nosotros, nuestro mundo, nuestra cultura, de hondas raíces cristianas, se ha vuelto sorda e ignora
las llamadas del Señor, posiblemente encandilada por otras llamadas que le parecen más atractivas,
que le prometen mayores (pero no más hondas ni más verdaderas) satisfacciones.
Tras la contemplación del misterio de la Encarnación del Verbo de Dios y su presentación pública,
la Palabra empieza a hablar, y lo hace precisamente llamando. Este es el motivo principal de la
Palabra de Dios en este domingo.
Ya la primera lectura nos indica que no es fácil discernir esta llamada. Sabiendo esas dificultades
por parte nuestra, la voz de Dios insiste una y otra vez. Necesitamos tiempo para entender.
Necesitamos también guías que nos orienten. En el caso de Samuel, esa labor pedagógica la realiza
Elí. La Biblia no tiene muy buena opinión de este sacerdote, débil e incapaz de meter en vereda a
sus propios hijos, pero que, no obstante, cumple con su misión en el caso de Samuel. No hace falta
que los que nos guían sean perfectos o santos (aunque si lo son, tanto mejor), sino sobre todo que
nosotros estemos dispuestos a aprender, acogiendo las mediaciones que Dios pone en nuestro
camino.
Pablo nos avisa de que esa disposición positiva a la escucha y la respuesta adecuada a las llamadas
de Dios requiere fomentar buenas costumbres y huir de hábitos que nublan nuestra mente, nos
vuelven ciegos y sordos a la voz de Dios, además de atentar contra nuestra propia dignidad de
hijos de Dios y templos del Espíritu Santo. Pablo individua ese comportamiento indebido en la
fornicación, lo que se atraería hoy día, en nuestra cultura hipersexualizada, al menos por parte de
muchos, la burla, la crítica y el rechazo. Pero la expresión “no os poseéis en propiedad”, podemos
entenderla en un sentido más amplio, que no se limita a la moral sexual (aunque tampoco la
excluya), y se refiere a no vivir de manera egoísta, sólo para sí, en busca de la propia satisfacción,
sino de un modo abierto y generoso: hemos sido rescatados por Cristo Jesús, hechos hijos de Dios
y templos del Espíritu Santo, y lo propio es que vivamos en actitud de servicio, de oblación, dando
gloria a Dios por medio del amor a los hermanos. Cuando tratamos de vivir así, estamos abiertos
a aprender de los que nos hacen de profetas y nos enseñan a escuchar y reconocer la voz del Señor
que llama; pero, además, podemos nosotros mismos ejercer ese ministerio profético para otros,
que, por medio de nuestra ayuda, pueden encontrar el camino que conduce a Jesús.
Juan el Bautista es el mejor ejemplo de la vocación profética y de su necesidad para se produzca
el encuentro personal con Cristo. La esencia de la vocación de Juan es no hablar de sí mismo, no
atraer sobre sí la atención, no pretender protagonismo. Es un verdadero y fiel servidor. Toda su
vida es una referencia a Jesús, todo en él está diciendo: “Este es el Cordero de Dios”. Y así hace
posible que los que habían sido sus discípulos se conviertan en discípulos del único Señor,
Salvador y Maestro, Jesucristo. El encuentro con Cristo es un encuentro personal. Cada uno de
nosotros tiene la posibilidad y el derecho (que no es un derecho, sino una gracia) de acercarse
personalmente a Jesús, entablar con él una conversación, preguntarle dónde vive y quedarse con
él. Jesús vive en la relación con su Padre, y es ahí a donde nos invita y donde debemos quedarnos.
Es lo dicho antes sobre nuestra identidad de hijos de Dios y templos del Espíritu Santo. Esto lo
adquirimos en el trato cotidiano con Jesús.
Pero este encuentro personal es, al mismo tiempo, un encuentro mediado. Siempre hay un Juan
Bautista que propició nuestro encuentro con Cristo. Hoy es un buen día para recordar quién fue (o
quienes fueron) para mí Juan el Bautista. Pero en el Evangelio se ve cómo inmediatamente, tras el
encuentro con Jesús, se produce una dinámica de transmisión del testimonio. Así como no
debemos vivir sólo para nosotros mismos, tampoco la fe nos la debemos guardar, sino que la
recibimos como un don para compartirlo: Juan Bautista señala al Cordero de Dios a Andrés y al
otro discípulo, y Andrés lleva a Pedro hasta Jesús. Y ahí se genera un movimiento que llega hasta
nuestros días, hasta cada uno de nosotros.
La acción de gracias por los mediadores que nos han llevado a Jesús debe completarse con la
responsabilidad del testimonio que llama a otros al encuentro con Jesús. También nosotros
podemos ser y convertirnos en mediadores y profetas de la llamada de Dios. Para que no se tenga
la sensación de que Dios se ha quedado mudo, tenemos nosotros que curar nuestra sordera, pero
también que prestar nuestra propia voz para que la llamada de Dios siga sonando en nuestros días.