La presentación del niño Jesús en el Templo, con la que celebramos este año la fiesta de la Sagrada Familia, tiene un profundo sentido religioso y también humano. Desde el punto de vista humano, este sentido lo expresa con fuerza el poeta libanés Khalil Gibrán en su libro El Profeta. Cuando le piden “háblanos de los niños”, responde: “vuestro hijos no son vuestros hijos”. El fuerte vínculo físico, afectivo y espiritual que une a los padres con los hijos, por el que los padres dicen con razón “mis hijos”, no los convierte en propiedad suya, pues los hijos nacen para hacer su propia vida. Aquí encontramos el sentido religioso: José y María reconocen esta no-propiedad sobre Jesús cuando lo presentan y ofrecen a Dios en el templo, en un gesto que trasciende las meras disposiciones legales. Le devuelven a Dios lo que de Dios han recibido, reconociendo que Jesús tiene una vocación propia, una misión que cumplir que trasciende los límites familiares. En realidad, la disposición legal, “todo primogénito varón será consagrado al Señor” adquiere todo su sentido precisamente en Jesús, y es como una profecía de su destino mesiánico. Pero en él descubrimos algo que afecta a todo ser humano, pues todo nacido de mujer viene a este mundo con una misión que cumplir, sin que importe mucho la mucha o poca resonancia que pueda tener en la historia, pues esa tarea se ilumina plenamente a la luz de Dios, en la que la propia misión vital se entiende como llamada, como vocación.
Así pues, los hijos (y todos lo somos) no son propiedad de nadie, sino de sí mismos, que deben realizar su vocación, y de Dios, que nos la otorga.
Es preciso entender correctamente este vínculo con Dios. No se trata de acudir a Él para que todo nos vaya bien, para ahorrarnos los inevitables sinsabores y las dificultades de la vida. De hecho, también en la vida de Jesús se ciernen en el horizonte nubarrones oscuros, como profetiza abiertamente el anciano Simeón (y no solo a Jesús, sino también a María). Pero en la relación con Dios las dificultades y los sufrimientos adquieren sentido, nos afectan sin aplastarnos, no nos hacen perder el rumbo de nuestra vida.
Y es aquí, precisamente, donde podemos comprender el papel esencial que juega la pertenencia familiar como garantía de éxito en el cumplimiento de la propia misión o, dicho de otro modo, para que nuestra vida sea una vida lograda (y no se malogre). La familia no es un mero lugar de paso, un trámite temporal por imperativos biológicos y del que se puede prescindir. La familia es una escuela de libertad, precisamente porque los “propios” hijos no son “propiedad”, y los vínculos que se establecen en ella no son (no deben ser) posesivos, sino el principio de la propia autonomía personal. Son vínculos fuertes y profundos que arman interiormente a la persona y la marcan para toda la vida; en principio para bien, si la relaciones familiares son las debidas (aunque nunca sean perfectas); aunque también, por desgracia, puede ser para mal, si no se realizan adecuadamente.
En la familia se hace, en primer lugar, la experiencia de la gratuidad: el niño experimenta que es acogido y amado sin méritos propios. Podemos suponer sin miedo a equivocarnos que la fuerte experiencia de Jesús de Dios como Padre, como Abba, como amor incondicional, tuvo mucho que ver psicológicamente con su propia experiencia como hijo de María y de José, con la disponibilidad plena de los dos en la realización de su misión como madre y padre legal, tal como la describen Lucas (para María: Lc 1, 38) y Mateo (para José: Mt 1, 24).
A la gratuidad está ligada la experiencia fundante de la gratitud por los bienes recibidos: la vida misma, el amor, los fundamentos de la propia identidad. Sólo el que es consciente de la gratuidad positiva de la propia vida es capaz de vivir con agradecimiento, reconociendo todo lo que ha recibido. Esa actitud la descubrimos de manera meridiana en María, cuando entona su “magníficat” (cf. Lc 1, 46-55), y, naturalmente, en Jesús, cuando en un arranque de inspiración y alegría, entona lo que se ha llamado el “magníficat de Jesús”: “Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11, 25-27). Dice el refrán que “es de bien nacidos ser agradecidos”. Y aquí la sabiduría popular, como tantas veces, expresa una profunda verdad, porque cada uno de nosotros, a pesar de las imperfecciones, en ocasiones muy graves, que podemos descubrir en nuestra familia, tenemos que tener ojos para ver, acoger y agradecer lo mucho que hemos recibido de ella.
La gratuidad engendra la gratitud, y esta, a su vez, la responsabilidad. La verdadera gratitud no puede permanecer inmóvil, sino que impulsa a responder activamente a los dones recibidos. La primera dimensión de la responsabilidad es la de los padres hacia los hijos. Hoy día se habla con demasiada frecuencia de derechos (de la gestante sobre el fruto de sus entrañas, de cada uno sobre su propia vida…), pero no debemos olvidar que los derechos son la otra cara de la moneda de los deberes, y que la patria potestad más que hablar de derechos de los padres sobre sus hijos (que también los tienen, frente a toda pretensión estatalista) se refiere a los deberes que los primeros tiene hacia sus hijos, para garantizar su adecuado crecimiento y la conquista de su autonomía personal. Pero la responsabilidad se prolonga después por parte de los hijos hacia sus padres, cuando estos, ya ancianos, no pueden valerse por sí mismos.
Todo esto nos lo recuerdan con penetración y realismo tanto la primera como la segunda lectura. La primera nos avisa de que el cumplimiento de los deberes de los padres hacia los hijos y de estos hacia los padres es fuente de bendición por parte de Dios. Y lo es especialmente cuando existen dificultades, conflictos y sinsabores. Las relaciones familiares, como todo en este mundo, no son absolutamente ideales, no están exentas de la sombra del pecado. Por eso, el verdadero amor familiar, además de la educación que enseña, exhorta y corrige, incluye la paciencia, la tolerancia, la indulgencia, la capacidad de perdón.
La familia, hemos dicho, es una escuela de todas estas actitudes y valores, que nos equipan por dentro para, después, poder realizar adecuadamente nuestra misión en la vida.
La presentación del Niño Jesús en el templo nos indica, además, que esa autonomía personal que se despliega en el cumplimiento de la propia vocación, no es un asunto meramente privado, sino público, relacionado con la sociedad en la que vivimos. María y José presentan al niño a Dios en el templo, y allí se encuentran con representantes del pueblo de Dios y de la sabiduría de Israel, el anciano Simeón y la profetisa Ana, que intervienen activamente en el acontecimiento, bendiciendo, profetizando y dando testimonio. Equipado con los valores y las actitudes recibidos en la familia, que son la semilla natural de la vida cristiana, de la filiación divina y la fraternidad universal, el ser humano está llamado a realizar un servicio, que por vías de lo más variadas, consiste en último término en contribuir a hacer de la humanidad una verdadera familia, en la que todos somos hermanos, porque todos somos hijos del mismo Dios, el Padre de Jesús, nuestro hermano, miembro de la familia de María y José, en la que hemos sido bendecidos todos.