David, el Ungido del Señor y el más grande de los reyes de Israel, pese a su sentido religioso, es un rey en sentido clásico, cuyo reino está asentado, como todos los reinos (o cualesquiera otras formas de gobierno) sobre el poder y la fuerza. El mismo David reconoce haber derramado mucha sangre, lo que le impidió ser el constructor del templo (cf. 1 Cr 21, 8). El poder político y la fuerza en el que se asienta pueden ser legítimos o ilegítimos, pero no es esto lo que nos interesa ahora. Lo que nos plantea interrogantes es esa promesa hecha por Dios a David de que su reino se asentará y permanecerá para siempre. Porque la historia de Israel desmiente esa promesa, si la queremos entender en sentido político. Con el breve paréntesis del reinado de Salomón, la historia de la monarquía davídica es la historia de divisiones, infidelidades, violencias, derrotas y destierros, hasta el punto de la desaparición del reino y de la dinastía. Todo esto nos fuerza a entender esta promesa de Dios (pues las promesas de Dios no pueden fallar) de otra manera, en otra clave, que no podrá ser de poder político y de fuerza militar. Como dice el viejo refrán, Dios escribe recto con renglones torcidos.
Y esa clave se ha revelado en Jesucristo. Es más, esa clave es el mismo Jesucristo, el Hijo de David, que heredará su trono, según el anuncio del Ángel a María, y cuyo reino, realmente no tendrá fin, porque no es un reino político, ni su fuerza es la riqueza económica o el poder militar.
Es verdad que esta revelación, de la que nos habla Pablo, al ser una revelación “en la carne”, no está exenta de debilidades y sufrimientos. De hecho, el Evangelio del que habla Pablo, es la muerte y la resurrección de Jesucristo. Como es una revelación en la debilidad de la carne, debe afrontar la amarga prueba de la muerte, pero como es una revelación de la gloria y el poder de Dios (cf. 2 Cor 13, 4), la buena noticia consiste en que la muerte y las pequeñas muertes cotidianas, incluidos nuestros pecados, no tienen la última palabra. La última palabra la tiene la vida, y una vida plena, una plenitud de gracia, que se anticipa ya en la llena de gracia, María de Nazaret, llamada a ser madre de Cristo según la carne y que ocupa el centro de nuestra atención este domingo, a un paso ya de la Navidad.
De hecho, la Anunciación del Arcángel Gabriel a María es un verdadero Evangelio, una buena y alegre noticia. Y no solo por el contenido de lo anunciado, sino por el tono en que se hace. Dios se dirige a la humanidad por medio de María para solicitar nuestra cooperación en la venida del Hijo de Dios a nuestro mundo. Es verdad que Dios ha elegido para esta petición a lo mejor de la humanidad. María es la “llena de gracia”, es decir, la criatura que expresa y refleja con perfección la obra de la creación tal como salió de las manos de Dios: no solo “buena”, sino “muy buena”, llena de bien, sin sombra de mal (cf. Gn 1, 31). Y si el pecado ensombrece la obra de Dios y provoca que el ser humano se esconda de Él con temor (cf. Gn 3, 8), no consigue, sin embargo, destruirla ni eliminar ese núcleo de bien que habita en el fondo de todo y, especialmente, de todo ser humano, y que en María se manifiesta en plenitud. Por eso María, a diferencia del hombre pecador, no se esconde, sino que habita en un lugar abierto, disponible para Dios.
En María, que nos representa, que representa perfectamente ese bien que, no perfecta, pero sí realmente, habita en todos nosotros, descubrimos cómo Dios se relaciona con la humanidad. No con reproches ni amenazas de castigo, sino sólo de manera positiva: llamando a superar el temor, llamando a la alegría, a la vida, que florecerá en el seno de María para toda la humanidad, si encuentra la respuesta adecuada.
¿Cuál es la respuesta adecuada? Solemos pensar que para responder adecuadamente tenemos ante todo que entender. Pero en la relación con Dios (como, en el fondo en las todas las relaciones entre personas), más importante que la comprensión intelectual es la confianza. De hecho, Zacarías, llevado de un exceso de racionalismo (comprensible, por otro, lado), desconfió del anuncio de Gabriel y, por eso, se quedó mudo, es decir, no pudo (al menos por un tiempo) dar testimonio de la gracia recibida. María, que también expresa su incomprensión (“se turbó”, “¿cómo será eso, si no conozco varón?”), responde, sin embargo, con confianza. Y la confianza la lleva a la acogida, la aceptación, la disponibilidad y la actitud de servicio: “he aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
Dios quiere seguir viniendo al mundo, y podemos estar de acuerdo en que necesitamos su Palabra, su Evangelio. Y para ello la actitud de confianza, apertura, acogida y servicio, esto es, la actitud mariana, siguen siendo imprescindibles. Todos estamos llamados, como llamó a María, a una vida fecunda, a cooperar en la obra de la salvación, a seguir haciendo posible el nacimiento de Cristo. No hace falta ser superhombres ni realizar acciones extraordinarias, basta, como aprendemos de María, confiar, acoger y servir.
El Evangelio de Cristo Jesús nos da, pues, la clave, para entender la promesa de Dios sobre el reinado sin fin de la dinastía davídica. Su reino no es de este mundo, porque trasciende los límites del espacio y del tiempo de este mundo, pero está en este mundo, por medio del hijo de María, Jesucristo, y está fundado en lo único que no pasa nunca: el amor. Nosotros, que vivimos en este mundo, podemos ser en él ciudadanos de ese reino, acogiendo al que nos lo ha traído, haciendo del mandamiento del amor la ley principal de nuestra vida.