Juan, el no-profeta. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 3 domingo de Adviento

¿Quién soy yo? Todos andamos de un modo u otro a la búsqueda de nuestra identidad, que llene de contenido y significado nuestra vida: mi nombre, mi nacionalidad, mi profesión, mi estatus social, mi posición económica, mis convicciones políticas y religiosas… De múltiples formas tratamos de responder a esa pregunta, pocas veces formulada, pero que pende sobre nosotros permanentemente, “quién soy yo”.

El caso de Juan el Bautista es extremadamente peculiar, porque responde a la pregunta que le dirigen con negativas. Juan es el no-Mesías, el no-Elías, el no-Profeta… Es, nos dice el evangelista, “un hombre”, pero, eso sí, enviado por Dios. Se trata, pues, de un hombre cualquiera, sin pretensiones. Que sea un enviado de Dios se puede entender en un sentido genérico, pues todo hombre o mujer es enviado por Dios, ya que todo ser humano tiene, lo sepa o no, una vocación procedente de Dios.

Es verdad que la situación de Juan es del todo especial: el Mesías prometido por los antiguos profetas viene precedido de personas y signos de su llegada. Esto lo sabían los fariseos, los judíos… Pero parece que pretendían saber más de la cuenta, hasta el punto de dictarle a Dios el cómo de esos signos premonitorios. Y estos no son lo que nosotros queremos, sino lo que Dios y como Dios quiere. De nuestra parte, lo que hace falta es un corazón bien dispuesto para descubrir esos signos que no podemos programar ni, menos aún, dictarle a Dios.

La cercanía del Mesías, al que todavía no vemos, es lo que exige, posiblemente, esta identidad negativa de Juan. Es, hemos dicho, “un hombre”, uno cualquiera, pero enviado por Dios, como lo somos todos. Y lo primero que se exige a un hombre o mujer, para que sea fiel a su misión, es que no se encumbre, que no se crea lo que no es, que no pretenda arrogarse lo que no le corresponde. De hecho, son muchos los que a gran o pequeña escala (para pueblos enteros o para pequeños grupos, incluso solo para otra persona en particular), pretenden presentarse como salvadores, como los mesías “que tenían que venir”, y se ponen en el centro y, como consecuencia, se hacen servir por sus súbditos o por sus adeptos, y, de esta manera, lo único que hacen es salvarse a sí mismos (aunque, claro, con una salvación ficticia). No olvidemos que el corazón del pecado consiste en “pretender ser como dioses” (c. Gn 3, 5), es decir, ser lo que no somos y no podemos ser. Renunciar a falsas identidades es el primer paso para encontrar la propia y verdadera.

La grandeza de Juan está en su negativa a arrogarse una identidad que no es la suya. En primer lugar, la del Mesías. Él no es el salvador, aunque, dadas las expectativas que suscitó en torno a sí, bien podía haberse aprovechado de ellas para hacerse pasar por el Mesías. Pero, además, Juan niega ser Elías, que, según la tradición judía, debía volver y preceder la aparición del Mesías. Ni siquiera se arroga el título de Profeta, que era el que mejor le cuadraba, tal vez porque no quería dejarse encasillar en ningún rol determinado. Lo que Juan quería, al parecer, era desviar toda la atención de su persona, para dirigir la atención de Israel hacía uno, ya presente, pero mucho más grande que él. Por eso se define a sí mismo con las palabras de Isaías: “voz que clama en el desierto: allanad el camino al Señor”. La vida y la persona de Juan es significativa no por sí misma, sino por su condición de voz, de signo que remite a la realidad significada, en este caso por Aquel al que sirve y cuyo camino está preparando. Y es esta no-identidad de Juan lo que le hace grande a los ojos de Dios, por lo que Jesús lo reconoce como el Elías que tenía que venir antes, como un profeta que es más que un profeta, el más grande de todos, el más grande entre los nacidos de mujer (cf. Mt 11, 9-15)

Es esta no-identidad, este espíritu de servicio, este hacerse signo que señala al que tiene que venir y es el verdadero Mesías, lo que le da autoridad para bautizar, pero solo con agua, el agua de la purificación, que nos hace reconocer nuestros pecados, y nos prepara para recibir la gracia que sólo Dios puede dar, para, limpios nuestro corazón y nuestros ojos, podamos reconocer al que está ya entre nosotros, pero todavía no lo conocemos.

Necesitamos a Juan, seguimos necesitándolo. Porque, aunque seamos creyentes, también nosotros podemos decir que no lo conocemos: nunca conocemos del todo a Cristo Jesús, porque él porta en sí todo el misterio de Dios, la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9), y podemos avanzar en el conocimiento de ese misterio, pero sin abarcarlo nunca del todo. Así lo afirmaba san Juan de la Cruz: “Por más misterios y maravillas que han descubierto lo santos doctores y entendido las santas almas en este estado de vida, les quedó todo lo más por decir y aun por entender, y así hay mucho que ahondar en Cristo, porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van hallando en cada seno nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá. Que, por eso, dijo san Pablo del mismo Cristo, diciendo: En Cristo moran todos los tesoros y sabiduría escondidos. En los cuales el alma no puede entrar ni llegar a ellos, si, como habemos dicho, no pasa primero por la estrechura del padecer interior y exterior a la divina Sabiduría.” (Cántico espiritual).

Pero para avanzar en este conocimiento tenemos necesidad de purificarnos (el bautismo del agua), reconocer con sinceridad nuestros pecados y nuestra necesidad de salvación; para abrir así los ojos a la presencia de Cristo (el bautismo del Espíritu) allí donde todavía no somos capaces de reconocerlo: en personas, situaciones, acontecimientos…

Pero esta necesidad que tenemos de la voz profética de Juan significa que, igual que él encarnó a su manera a Elías, otros tienen hoy que encarnarlo a él. En la cercanía de la fiesta del nacimiento de Jesús, el Cristo y salvador de los hombres, y al que muchos todavía no conocen ni poco ni mucho, comprendemos que la nuestra es también, en cierto modo, la vocación de Juan el Bautista. Ni somos salvadores, ni lo debemos pretender, tampoco posiblemente, nos consideramos profetas… Pero todos, hombres o mujeres normales y corrientes, en virtud del bautismo que hemos recibido del agua y del Espíritu, estamos llamados a ser signos que señalan la cercanía de Cristo, voces que hablan, porque viven de manera significativa, dando testimonio por medio de palabras y, sobre todo, buenas obras, de que en medio de nosotros está ya viviendo el Mesías y Salvador.

El tercer domingo de Adviento es el domingo “Gaudete”, una llamada a la alegría, que suena con fuerza en las palabras de Isaías: “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios”; y también de Pablo: “Estad siempre alegres”. Esta alegría tiene que ser una parte esencial de nuestro testimonio: es el testimonio de un “Evangelio”, porque el Señor viene no con amenazas de castigos, sino “para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor”.