Las palabras de Pedro en la segunda lectura sobre el final catastrófico del mundo harían sonreír con desdén a los espíritus escépticos. “Imágenes míticas”, pensarían, afincados en la seguridad del conocimiento científico. Y, sin embargo, no es raro encontrarse en los suplementos científicos de cualquier periódico descripciones tan o más catastróficas que las descritas por Pedro: galaxias enteras engullidas por agujeros negros, estrellas que chocan entre sí o se enfrían y mueren… Se ve que las catástrofes cósmicas, lejos de ser mitos, están a la orden del día, aunque ese “día” se traduzca en millones de años (en el pasado o en el futuro), que nos producen el alivio de que, probablemente, nosotros no las veremos ni las padeceremos. Pero de lo que podemos estar seguros, ilustrados por la ciencia, es de que este mundo en el que vivimos desaparecerá algún día, y por más lejano que se pueda encontrar ese día, tenemos también la seguridad de que nosotros desapareceremos, no entonces, sino mucho antes.
Pedro no quería darnos una noticia científica, sino revelarnos una verdad teológica: “para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día”. El Señor es infinitamente más grande y está infinitamente por encima de los millones de años que hacen de habitáculo de las catástrofes cósmicas, porque él es eterno. Y esa eternidad, que está por encima del espacio y el tiempo, no nos es ajena, sino que, al contrario, nos la quiere transmitir.
Decía el filósofo Pascal: «El hombre no es más que una caña, lo más débil de la naturaleza, pero es una caña que piensa. No es necesario que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, cuando el universo lo aplasta, el hombre sería siempre más noble que aquello que lo mata, porque sabe que muere y conoce la superioridad que el universo tiene sobre él; mientras que el universo no sabe nada» (Pensamientos 264). No podemos hacer nada para detener las catástrofes cósmicas, pero las conocemos y, al hacerlo, en cierto modo las dominamos, al reducirlas a objeto de nuestro pensamiento. Pero esta superioridad intelectual es todavía poco comparada con la que se da en el nivel moral y espiritual: podemos crear algo nuevo, podemos hacer el bien, si queremos, porque somos libres, frente al determinismo natural; podemos, también, comunicarnos con ese Dios inconmensurable e infinito, que, sin embargo, se dirige a nosotros.
De ahí que debamos entender las palabras de Pedro sobre el fin del mundo como el marco de una llamada a llevar una vida santa y piadosa, a elevarnos sobre nuestra pequeñez física (pero sin negarla) a esos niveles que nos ofrece nuestra condición intelectual, moral y espiritual. Porque ahí nos abrimos a procesos “supra-cósmicos”, en los, ya en este mundo caduco (por más lejana que nos parezca su fecha de caducidad) podemos contribuir a construir un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habita la justicia, que es una cualidad divina, sin fecha de caducidad.
Y, a diferencia de los cataclismos cósmicos, que nos parecen tan lejanos en el espacio y el tiempo, de esta nueva creación tenemos signos y anticipos reales bien concretos y cercanos. Por un lado, tenemos la palabra profética, que nos consuela, nos habla al corazón, y si denuncia, a veces con dureza, nuestro pecado, no es para acusarnos, sino para anunciarnos la disposición divina al perdón. El pecado es un cataclismo moral que, a diferencia de los cataclismo cósmicos, sí que podemos evitar y corregir, precisamente con el perdón que Dios nos ofrece y que nosotros podemos otorgar a los demás.
El cielo nuevo y la tierra nueva que deseamos (y todos los deseamos de un modo u otro, dándoles denominaciones diversas) se nos pueden antojar una utopía que está por encima de nuestras fuerzas. Y, aunque esto es así, no se trata de sueños hueros, porque Dios mismo viene a nosotros a remediar nuestra debilidad, a cooperar con nosotros en esa tarea, o, más bien, a que nosotros cooperemos con él en la consecución de este don. Y los profetas son los que nos despiertan y nos anuncian esa venida, la venida del Hijo de Dios. Los profetas nos avisan, nos llaman a abrir los ojos y el corazón, a disponernos a acoger al que viene con su salario, con su recompensa, con la gracia del perdón y la posibilidad superior del amor.
Juan es el último y el mayor de los profetas porque no nos remite a un futuro remoto, sino a una presencia inminente. Por eso su mensaje suena con fuerza y urgencia. Nos llama a poner manos a la obra. No podemos realizar la nueva creación, pues crear es prerrogativa exclusiva de Dios, pero sí podemos cooperar en su realización, porque Dios mismo ha querido hacerla humanamente, por medio de su Hijo, entrando en una relación estrecha con la humanidad. Y podemos hacerlo preparando las condiciones de su venida, removiendo obstáculos, allanando caminos, creando en nosotros mismos las disposiciones que nos ayudarán a reconocerlo y acogerlo. No podemos evitar los cataclismos cósmicos, pero sí podemos esforzarnos en evitar, en lo que dependa de nosotros, los pequeños y grandes cataclismos morales que nos separan unos de otros, superando con generosidad los obstáculos de nuestras relaciones, allanando los caminos de encuentro mediante la misericordia y el perdón. Ese esfuerzo moral propio es como el bautismo con agua que prepara el bautismo en el Espíritu Santo, que es la gracia del encuentro con el Cristo que nos viene al encuentro y que remedia nuestra debilidad.
Si acogemos con sinceridad el reto que nos lanza Juan el Bautista (empezando, en primer lugar, por confesar nuestros pecados), nos convertiremos nosotros mismos en profetas de Cristo, que allanan el camino para su encuentro con los que aún no lo conocen.