La vida humana se mueve tirada por un hilo invisible que la obliga a moverse hacia adelante, en una permanente actitud de búsqueda. Ese hilo invisible se llama esperanza. Sin él nos detendríamos inertes, en una especie de muerte en vida.
La esperanza, ese motor que nos mueve, tiene como combustible las propias carencias, nuestras necesidades físicas (nuestros dolores y enfermedades), intelectuales (nuestra ignorancia), morales (nuestras debilidades y pecados) y espirituales (la nostalgia del Bien absoluto). Porque nuestra vida no es plena y estamos afectados de muchas necesidades, estamos compelidos a caminar en búsqueda de los bienes que pueden satisfacerlas.
Entre estas necesidades hay una jerarquía, como también la hay entre los bienes que las remedian. Para llevar una vida armónica y alcanzar una vida lograda es importante respetar esa jerarquía. No buscar, por ejemplo, placer, bienestar o éxito social (todo lo cual es, en sí mismo, legítimo, incluso necesario) al precio de la mentira, la injusticia o la violencia.
Es una experiencia cotidiana que cada vez que logramos determinada meta, determinado bien que satisface una necesidad, inmediatamente sentimos su insuficiencia, que nos aboca a nuevas búsquedas, nuevos, mayores y más elevados bienes, que nos proporcionen más profundas satisfacciones.
En toda esta dinámica alienta el deseo y la esperanza de un bien absoluto y definitivo, que ponga fin a toda búsqueda: la meta final de nuestra esperanza. Pero entendemos que ese Bien absoluto no es posible en este mundo (que se define precisamente por el dinamismo de la búsqueda). Nos encontramos aquí en el nivel espiritual y religioso de la esperanza, porque ese Bien absoluto es Dios mismo. La conciencia de que esta meta nos es inaccesible por nuestras propias fuerzas encierra el peligro de que nos centremos en exclusiva en los pequeños bienes que sí que están a nuestro alcance, limitándonos así a satisfacer nuestras esperanzas menores, con la ilusión de encontrar en ellas una salvación (una plenitud) que, sin embargo, sabemos por propia experiencia que no pueden darnos. En este consiste, en el fondo, el pecado del que habla Isaías hoy, que, sin apagar del todo el deseo de Dios (con frecuencia enmascarado en otras denominaciones), nos impide o dificulta movernos hacia Él. También Jesús lo recuerda en el Evangelio, cuando nos advierte de que la casa que se nos ha confiado (ese mundo y esta vida) tiene un dueño que acabará viniendo a pedirnos cuentas. En el texto evangélico del sábado de la última semana del año litúrgico (es decir, el de ayer), Jesús lo dice más explícitamente, con estas palabas: “cuidad que no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero” (Lc 21, 34), es decir, no hagáis de estas necesidades reales ídolos que os descuidan de lo más importante.
Pero ese carácter inaccesible para nuestras fuerzas de los bienes espirituales tiene remedio. Lo propio de la experiencia religiosa y de la esperanza que la anima no consiste (sólo) en que nosotros busquemos a Dios, sino en que Él nos busca y viene a nosotros. El mismo movimiento nuestro en su busca es resultado de su acción en nosotros, pues Él nuestro creador y Padre, el alfarero que ha conformado nuestra arcilla. El Bien supremo, aunque nos resulte inalcanzable, es un don que se hace él mismo accesible y se pone a nuestra altura. No estamos, como en la obra de Samuel Beckett, esperando a Godot, que siempre pospone su venida para un mañana que nunca llega. Dios viene realmente a nosotros, alentando nuestra esperanza y nuestro deseo de plenitud cuando nos manda su palabra profética, que nos sostiene y consuela, y, más aún, cuando nos ha mandado su Palabra encarnada, que es Cristo, el mismo Dios hecho hombre. En él encontramos ya un anticipo de esa plenitud final, aunque no por eso dejemos de estar en camino. Jesús nos invita a caminar, y ahora no en la oscuridad, sino en seguridad de la luz, en su seguimiento, donde él mismo se hace camino.
Pablo expresa con mucha fuerza esta realidad de la existencia cristiana, en la que se conjugan los muchos dones espirituales ya recibidos y que nos enriquecen en Cristo Jesús, y el dinamismo que nos hace seguir caminando hasta la meta final, participando ya ahora en la vida (en la muerte y en la resurrección) de Jesucristo, en el que vemos que Dios es fiel.
Comenzamos este tiempo de Adviento acogiendo la enseñanza de Jesús en el evangelio de Marcos: vivir vigilantes, sin dejar de atender a las necesidades y los bienes temporales (representados en las tareas que nos son confiadas en la casa de nuestro mundo), pero dirigiendo también nuestra atención a los bienes definitivos que esperamos y de los que tenemos un anticipo real: escuchamos y ponemos en práctica la Palabra que es Cristo, nos alimentamos con el Pan de Vida de la Eucaristía, reconocemos nuestras debilidades y confesamos nuestros pecados, con la esperanza y la certeza del perdón, para que nadie tenga de qué acusarnos en el día de Jesucristo, Señor nuestro. Ese día no es sólo un remoto final del mundo (o de nuestra vida temporal), sino también el hoy en el que Jesús viene a nosotros de improviso, por medio de las necesidades de los hermanos, que pueden encontrar en nuestra solicitud una respuesta concreta a sus esperanzas, un signo de la presencia de Dios en sus vidas.