Ricos y responsables. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 33 del tiempo ordinario

Una imagen todavía muy extendida sobre la religión en general, y sobre el cristianismo en particular, es la que ve en la fe una actitud de total dependencia, sumisión y carencia de libertad y de autonomía personal. Puede ser que esta caricatura les cuadre a determinadas formas religiosas o a ciertas formas inmaduras de vivir la fe, pero en modo alguno le corresponde a lo que nos transmite la Biblia y los Evangelios, que llaman continuamente a salir de sí, a ponerse en pie, a caminar por uno mismo, a hacer el bien. También desmiente esta caricatura de la actitud religiosa la profunda síntesis de la esencia de la vida humana y de su relación con Dios que nos ofrece el texto evangélico este domingo 33.

Los siervos reciben del Señor talentos en cantidades distintas. Es verdad que unos recibieron más, otros menos, pero el término “talento” habla siempre de abundancia, porque poseer uno solo era suficiente para considerarse extraordinariamente rico. El señor fue muy generoso con todos, y además depositó en ellos una enorme confianza, puesto que se marchó, y puede entenderse que lo hizo lejos y por mucho tiempo. Es decir, lo que hicieran con aquellos talentos era exclusiva responsabilidad de cada uno, con un enorme margen de libertad y autonomía, aunque al final deberían dar cuenta de su gestión.

Naturalmente, se puede objetar que, pese a todo, no dejaban de ser siervos, sometidos a un señor, y al que debían dar cuenta a su regreso. Pero es que esta es la situación en que nos encontramos los seres humanos. Lo que somos y lo que tenemos es en gran medida no mérito nuestro, sino dones que hemos recibido sin pedirlos y sin haberlos merecido. No somos dioses que se han creado a sí mismos. Y, por otro lado, sea cual sea nuestra actitud en relación a Dios y la religión (seamos o no creyentes, juegue o no la fe un papel determinante en nuestra vida), parece que podemos estar de acuerdo en que la responsabilidad (esto es, el deber de dar cuenta de nuestros actos) es parte de una vida vivida con dignidad.

Los talentos de que habla la parábola indican que, sea cual sea nuestra situación vital, todos hemos recibido dones que nos hacen ricos, aunque no necesariamente en sentido económico. El mismo don de la vida, nuestra condición personal, el hecho de ser libres y racionales, además de otras cualidades más personales que hemos podido recibir, son todos índices de esa riqueza. Todo ello lo hemos recibido de modo gratuito, sin méritos propios. Y pese a las muchas causas de desigualdad que existen en nuestro mundo, podemos estar de acuerdo en que en esta riqueza fundamental (la podemos llamar dignidad humana) somos completamente iguales.

Pero hay otros talentos que también nos enriquecen, aunque no sean estrictamente propiedad nuestra. La primera lectura nos lo recuerda en la “mujer hacendosa”: “Una mujer hacendosa, ¿quién la hallará? Vale mucho más que las perlas”. Pero lo mismo se podría decir de muchos otros: un padre trabajador y responsable, una madre abnegada, unos padres amorosos, un amigo fiel, incluso un extraño dispuesto a ayudar en situación apurada… Se podría ampliar la lista hasta el infinito. Si tenemos que ser agradecidos por los talentos personales que nos han sido regaladas, también deberíamos recordar ese deber de gratitud a las muchas personas que nos han hecho el bien de tantas maneras. También ellas son, en cierto modo, talentos que nos han hecho ricos.

Y, por fin, además de estos talentos, que podríamos llamar naturales, están los que nos llueven del cielo: la fe, el conocimiento de Cristo, los sacramentos que nos vinculan con él, como el bautismo y la Eucaristía, o los que recomponen nuestra relación con Dios y con los hermanos, como la reconciliación.

Y, junto a todo esto, el gran espacio de nuestra libertad, por el que podemos “negociar” con estos talentos, es decir, ponerlos en circulación, tratar de usarlos creativamente en el sentido y la dirección para los que nos han sido entregados: aumentar la riqueza, multiplicar el capital de bien, enriqueciéndonos y enriqueciendo a los otros (para los que también nosotros podemos convertirnos en talentos, en dones que los enriquecen). Es una cuestión de agradecimiento y de responsabilidad.

Es notable que en la parábola Jesús no alude a la posibilidad de usar los talentos para el mal. Esto es real, y en la parábola debería significar la dilapidación irresponsable del capital recibido (tal vez, como en el caso del hijo pródigo de la parábola de Lucas 15, 11-31): que será juzgado negativamente por el señor de los talentos cae por su propio peso. Jesús alude críticamente al que, sin hacer el mal, se abstiene de hacer el bien, esconde el talento y se lo devuelve a su señor sin los intereses. El duro juicio contra el siervo perezoso es una fuerte advertencia de que abstenerse de hacer el mal no es suficiente, porque llevar una vida ociosa y estéril es ya una forma de mal, pues los talentos que hemos recibido no lo son solo para nosotros mismos, sino también para los demás: si nos negamos a hacer el bien que podemos realizar con los dones recibidos, les estamos negando a los otros lo que es suyo, aunque lo sea por medio de nosotros. La parábola, al hablar de la responsabilidad ante el señor, habla también de la responsabilidad ante los otros, con los que estamos vinculados lo queramos o no. Se cumple aquí también a su modo lo que dice san Juan: “el que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve” (1Jn 4,20).

Nos encontramos al final del año litúrgico. La parábola tiene un claro sentido escatológico: la venida del señor nos recuerda la segunda venida de Cristo. Y, aunque no podamos saber (ni tampoco importe mucho) cuándo será el “fin del mundo”, el hecho es que nuestra vida en este mundo tendrá sin duda un final, y habremos de dar cuenta ante el Señor de la vida de lo que hayamos hecho con los talentos que nos fueron confiados.

La parábola nos dice que el mejor modo de esperar la venida del Señor (y el final de nuestra propia vida en este mundo) no se limita a evitar el mal, sino también alejarnos de la ociosidad que hace nuestra vida estéril y sin frutos (sin intereses) y, poniendo manos a la obra, tratar de poner en movimiento, de manera creativa, por medio de las buenas obras, las obras del amor, los muchos talentos recibidos. Los talentos que nos viene del cielo: la fe en Cristo, su Palabra y los sacramentos que nos unen a él, nos ayudan eficazmente en esta tarea. El Señor que nos ha dado los talentos con generosidad, nos recompensará con abundancia y misericordia.