El aceite de la sabiduría. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para el domingo 32 del tiempo ordinario

Vivimos en la era de la inteligencia artificial (IA). Es, desde luego, un recurso impresionante. Hace no mucho, probé a pedirle a un programa de IA una homilía sobre la misericordia, y me produjo un texto bastante potable. Pero todos sabemos por las noticias, que se están usando estas herramientas para cosas que, o rozan lo criminal, o caen en ello abiertamente. Como todo lo humano, afectado por el pecado original, las posibilidades que nos ofrece el progreso no garantizan hacernos mejores: nos facilitan la vida, pero pueden hacernos (más fácilmente) peores de lo que somos. Y no solo. Si ahora no se nos ahorra sólo el esfuerzo físico, como ha sido a lo largo de la historia del progreso técnico, sino también el mental, el crecimiento de la inteligencia artificial tiene el peligro de ir disminuyendo progresivamente la nuestra, la natural. No sólo nos podemos convertir en peores personas (por aumentar nuestro potencial para el bien, pero también para el mal), sino en personas menos inteligentes, más necias, más nescientes.

Así como el ahorro en trabajo físico, gracias a las posibilidades que nos ofrece la técnica (máquinas que lo hacen casi todo por nosotros), nos ha llevado, para evitar anquilosarnos, a apuntarnos a clubes de fitness y a dedicar tiempo al ejercicio físico, la extensión de la IA debería ser un acicate para dedicar tiempo al ejercicio mental, y más aún, a la búsqueda activa de la sabiduría. Porque no se trata solo de ser inteligentes, sino de ser sabios, de adquirir la sabiduría de la vida. No creo que pueda nunca inventarse una “sabiduría artificial”.

De la sabiduría de la vida nos habla hoy la Palabra de Dios. La primera lectura nos avisa de que es necesario salir a buscarla, poniendo algún esfuerzo, pero también de que es posible encontrarla, porque ella misma nos viene al encuentro. De hecho, la vida misma nos enseña sabiduría (si estamos dispuestos a aprenderla), cuando, por ejemplo, de los momentos difíciles y duros de la vida somos capaces de sacar alguna lección positiva.

La verdadera sabiduría de la vida lo es también para la muerte, que es parte esencial de aquella. De ella nos habla Pablo. Aquí la sabiduría se reviste de esperanza, que es una luz que va más allá de las evidencias propias de esta vida temporal. La esperanza ilumina la oscuridad de la muerte. Tenemos naturalmente la vaga intuición de que estamos hechos para la vida, no para la muerte y, por eso, nuestro espíritu se proyecta, como deseo, más allá de nuestro límite temporal. Pero, aunque nos sintamos impotentes ante su inevitabilidad (y, por ello, invitados a la resignación), la fe, hermana de la esperanza, nos dice con claridad que la muerte no es el final del camino (aunque sí lo sea del camino en este mundo), porque ha habido uno, Jesucristo, que ha hecho ese camino y ha destruido su poder: entregándose a ella ha depositado en su seno la semilla de la resurrección. La vida nueva del amor de Dios, de la resurrección, como la sabiduría, nos sale al encuentro en la humanidad de Cristo.

Jesús es el que nos guía con su luz en esta vida, y nos acompaña para poder vencer a la muerte. La tradición cristiana ha mostrado a María como la “Sede de la sabiduría”: María, sentada, sostiene como un trono al Niño Jesús, que hace un gesto con su mano, significando la Palabra, que es él mismo. Jesús es la sabiduría de Dios, la sabiduría de la vida y de la muerte. Y, aunque él nos viene al encuentro, es preciso hacer el esfuerzo de buscarlo, o, la menos, estar en actitud de espera, vigilantes, con los ojos abiertos para no dejar pasar el momento de su venida.

Jesús nos narra hoy la parábola de las diez vírgenes para advertirnos de la importancia de estar preparados, de vivir prudentemente, en vigilia. Esto no significa que no podamos dirigir nuestra atención a otras cosas, ocuparnos de otros asuntos o tener otros intereses. El hecho de que las vírgenes se quedasen dormidas indica que no tenían que estar todo el tiempo en vela. Es posible dedicar tiempo al ocio (al descanso, a las aficiones personales, etc.) y al negocio (al trabajo, a la búsqueda del sustento cotidiano). Pero lo importante es que tengamos preparado el aceite para encender la lámpara cuando Cristo se nos haga presente, posiblemente de modo inesperado.

El primer sentido de la parábola es escatológico: la segunda venida de Cristo al final de los tiempos, a la que también alude Pablo en sus palabras de consuelo y esperanza a los cristianos de Tesalónica. El caso es que no sabemos (ni nosotros, hoy en día, esperamos) un inminente final de los tiempos. Pero la parábola tiene sentido, porque más cercano que el fin del mundo se encuentra el particular fin del mundo que representa mi propia muerte. El ocio y el negocio no deben hacernos olvidar que no estamos aquí para siempre, que tenemos que estar preparados, con una provisión de aceite (de sabiduría) para poder encender nuestra lámpara en el momento decisivo.

¿Qué es este aceite y qué significa la lámpara? La lámpara es nuestra fe. Pero la fe debe ser alimentada, para que no se convierta en una serie de verdades acartonadas y formales sin incidencia real en la vida. El aceite que nos permite estar en vela (incluso si dormimos, trabajamos o nos distraemos) es la vida de relación con Dios, que aviva la fe: la oración personal, la escucha de la Palabra, la práctica de los sacramentos, en especial de la Eucaristía y de la Reconciliación. Dedicar un tiempo a esto, es hacer prudente acopio de aceite para poder encender la lámpara que nos permite ver al Señor que viene, incluso en la oscuridad. Y esto es responsabilidad de cada uno. Podemos compartir la luz de nuestras lámparas, dando testimonio de nuestra fe. Pero alimentar la propia fe debe hacerlo cada uno.

Caigamos, por fin en la cuenta de que el Señor no viene a nosotros solo en el momento de la muerte (que es un verdadero encuentro con Cristo), sino también en muchos otros, que también requieren aceite, sabiduría, disposición de ánimo. La advertencia de Jesús en la parábola de las diez vírgenes vale no sólo para la dimensión escatológica, sino también para múltiples situaciones de la vida cotidiana. Así, en lo que podemos considerar “venidas programadas” del Señor, en la lectura de la Palabra y en los sacramentos, con frecuencia no pasa nada, no sentimos nada, no nos parece que nos aporten nada especial. Pero si perseveramos, si permanecemos en vigilia, si acudimos una y otra vez, si no solo dejamos que venga el Señor, sino que vamos nosotros activamente a su encuentro, se producen (y no pocas veces) milagros, descubrimientos, nuevas y profundas comprensiones del Evangelio y del misterio de la fe, que habían estado para nosotros escondidas hasta ahora.

Y Jesús viene también en el hermano: en el cercano (familiar, miembro de la parroquia, de la comunidad), y también en el que no lo es tanto (aunque sea prójimo), en el necesitado de ayuda (de dinero, de tiempo, de atención…). También aquí necesitamos el aceite que encienda nuestra lámpara y active nuestra fe, para descubrir en el que se me acerca (tal vez importunándome) el rostro del Cristo que vive y sufre en sus pequeños hermanos.

Aquí el aceite de la sabiduría se revela en su forma suprema y perfecta: la sabiduría del amor.