El sentido del poder y el poder del servicio. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para el domingo 31 del tiempo ordinario

Está claro que el tema de la Palabra de Dios este domingo es el poder. El profeta Malaquías nos recuerda enseguida que, como dirá también Jesús (cf. Jn 19, 11), todo poder viene de Dios, porque Él es la fuente y el origen del mismo. Como también es la fuente y el origen de todo Bien, su poder no entraña peligro para el ser humano. Al contrario, la supremacía de Dios es la garantía de la igualdad entre los hombres y la defensa contra toda forma de explotación y de desigualdad injusta. Todo poder humano debe partir de esa fundamental igualdad en dignidad, y preservarla, poniéndose a su servicio.

El poder que se considera esencialmente por encima de aquellos a los que debe servir, y que se considera así por razones naturales (habría seres superiores a otros y con más derechos) o sobrenaturales (por designio divino) se convierte en un poder idolátrico y, en consecuencia, ilegítimo. Y este ilegitimidad no depende sólo del modo en que se alcanza el poder, sino también del modo en que se ejerce. Cualquier poder despótico se deslegitimiza a sí mismo. Y esto, que vale para toda forma de poder y autoridad, vale tanto más para la autoridad religiosa, que existe precisamente para proclamar y testimoniar la exclusiva superioridad de Dios y, por tanto, peca doblemente de idolatría, al pretender ocupar el lugar del “Gran Rey y Señor de los ejércitos celestiales”.

Pablo se nos presenta como un ejemplo preclaro de esa forma evangélica de ejercer la autoridad. Es verdad que a veces la usa para exhortar y corregir, incluso con palabras duras, pero en el texto de hoy vemos que su posición de autoridad, su posición “elevada” la utiliza para inclinarse con amor hacia sus fieles, con espíritu de servicio, y más aún, con el espíritu maternal, que se entrega sin reserva a sus hijos por amor. Como también hizo Jesús, que no retuvo con avidez su rango divino, sino que se despojó de sí mismo y se hizo esclavo y servidor de todos, hasta entregar su propia vida en la Cruz (cf. Flp 2, 6-8).

Es esta entrega total la que le confiere una autoridad especial para criticar todo ejercicio indebido, abusivo o idolátrico del poder. No porque rechace toda autoridad. Jesús no es un ácrata. De sus palabras (la cátedra de Moisés) se desprende que la considera necesaria y legítima. Pero por proceder directamente de Dios, es más esencial que en cualquier otra forma de autoridad el modo de ejercerla: no como un privilegio que sitúa por encima de los demás, exime de las cargas y los trabajos propios de la vida y se utiliza sólo como forma de la propia ventaja y glorificación.

Pero Jesús no se limita a criticar lo que está mal (como solemos hacer nosotros), sino que su crítica se completa constructivamente con indicaciones precisas sobre cómo debe ser ejercida esa autoridad. En primer lugar, sometiéndonos todos por igual a la única autoridad esencialmente benéfica y que nunca se ejerce de modo humillante: la del mismo Dios, nuestro Padre, manifestada y ejercida por Cristo, con ese espíritu paternal (y maternal, del que nos hablaba Pablo), y que funda la fraternidad entre nosotros. Jesús tiene una autoridad que no aplasta ni humilla, sino que iguala y afirma: todos somos hermanos, porque él mismo se ha hecho nuestro hermano. No se ha puesto por encima (más que cuando ha sido elevado en la cruz), sino que, como decíamos antes, se ha abajado y humillado hasta dar la vida por nosotros. Su poder es el poder del amor perfecto, su autoridad no es despótica, sino que, como indica la etimología del término «auctoritas», es la capacidad de atraer, aumentar, promover y hacer progresar.

Descubrimos que el verdadero poder religioso (y debería serlo toda forma de poder) consiste en el servicio. Y, entonces, resulta ser un poder accesible a todos, del que todos pueden participar: todos, si queremos, podemos ponernos al servicio de nuestros hermanos. Pero esto es especialmente urgente para aquellos que ejercen cargos de responsabilidad, que tienen un determinado poder operativo y de decisión en la Iglesia. Es esencial ejercerlo en el espíritu de Jesús, con la responsabilidad, que es respuesta a la Palabra de Dios escuchada y puesta por obra. Aunque aquí, de nuevo, entendemos que todos participamos de esta autoridad que consiste no en decir, sino en hacer, en encarnar en nuestra vida la fe que profesamos.