La “prohibición” de no amar. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para el domingo 30 del tiempo ordinario

Ha sido y sigue siendo frecuente escuchar protestas contra el carácter negativo del cristianismo y de su propuesta moral, basada, se dice, más en prohibiciones que en estímulos positivos. La primera lectura parece confirmar esa impresión, pues todas sus prescripciones consisten en vetos realizados, además, bajo amenazas de castigos. La protesta se entiende porque interpreta estos vetos y prohibiciones como restricciones indebidas a nuestra libertad, como limitaciones a nuestro deseo de autonomía, de libre expresión, de plenitud… Pero, si lo pensamos bien, si leemos sin prejuicios eso que “así dice el Señor”, podemos preguntarnos, ¿qué libertad hay, qué plenitud se alcanza oprimiendo, vejando, explotando al que está en situación de desventaja y debilidad, a los que son, por motivos diversos, vulnerables, como todos los mencionados en esas prohibiciones, y que éstas tratan de proteger? Los mandamientos negativos expresan el mínimo y más urgente bien que debemos realizar: evitar el mal (para los demás, pero también para uno mismo). Como el mal es lo contrario del bien (verdad de Perogrullo), de ahí su urgencia y su carácter minimalista: si no haces nada bueno, al menos no hagas el mal. Primum non nocere! (“El primer bien es no hacer mal”, un principio médico, que tiene aplicación a todos los campos de actuación). Y como estamos realmente inclinados al mal (es decir, a obtener bienes por malos medios), es lógico que con frecuencia y en primer lugar domine el tono negativo y prohibicionista en las prescripciones morales.

El mínimo bien de no hacer mal es, en realidad, una invitación a volvernos en la dirección del bien. Y, en clave religiosa, es una invitación a abandonar los ídolos y volvernos a Dios, como, en palabras de Pablo, hicieron los creyentes de Tesalónica. El rechazo del mal a que nos invitan las prohibiciones no es más que el preámbulo de la elección del bien, que encuentra en Dios su fuente y su meta. Es un movimiento que no pierde actualidad y al que también nosotros, que podemos considerarnos los tesalonicenses de hoy día, estamos invitados: ¿cuáles son los ídolos que tengo yo que abandonar hoy?

Con este movimiento me abro a una ética y una religiosidad positiva, creativa, constructiva, que encuentra su plena expresión en el mandamiento del amor.

El papa Ratzinger abre su magnífico libro El credo, hoy contando la anécdota del pagano que pidió a dos rabinos distintos, como condición a su conversión al judaísmo, que le expusieran el contenido de su fe durante el tiempo en que una persona puede mantenerse apoyada sobre un solo pie. El primer rabino contestó que eso era imposible; el segundo lo consideró posible y contestó con el mínimo moral: “No hagas a tu prójimo lo que a ti te fastidia. Esta es toda la ley. Todo lo demás es interpretación”. Y añade Benedicto XVI que, si esta cuestión se le planteara a un teólogo cristiano, alguno diría que es imposible (solo una introducción a la teología requeriría de al menos seis semestres de estudio), pero Jesús, sí que fue capaz de responder, precisamente con la respuesta que encontramos en el Evangelio de hoy: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.»

En su respuesta al experto de la ley mosaica Jesús realiza una verdadera revelación, una renovación de la antigua alianza y el paso a su definitiva plenitud y perfección (cf. Mt 5, 17): nos revela el definitivo rostro de Dios como Padre, al que debemos un amor incondicional, porque incondicional es su amor hacia nosotros; y, con ello mismo, nos revela quienes son realmente nuestros prójimos (familiares, hermanos): todos los seres humanos sin excepción, puesto que todos somos o estamos llamados a ser hijos del mismo Dios, el Padre de Jesucristo.

De este modo, Jesús les tapa la boca a los críticos del carácter negativo y prohibicionista de la fe y la moral cristianas. El mandamiento del amor es una llamada a la libertad plena. Como decía san Agustín, “ama y haz lo que quieras”. No te limites a rechazar el mal, pon manos a la obra, haz el bien, y hazlo con y por amor. Agustín usa el verbo “dilige”, que indica un amor oblativo, generoso, desinteresado, como el que Dios nos ha manifestado en Cristo.

Pero, en cuanto tratamos de poner por obra este mandamiento, comprendemos que el amor es mucho más exigente que toda prohibición. Porque renunciar al mal significa abstenerse de actuar, y esto se puede hacer por muy variados motivos. Puede ser, es verdad, por una sincera voluntad de bien, que encuentra en el rechazo del mal su mínima expresión; pero también puede uno abstenerse del mal por temor a que me pillen, por miedo al castigo (humano o divino). De ahí que las prohibiciones, que tratan de defender a los más vulnerables del abuso de los más fuertes (y ser vulnerable o fuerte son condiciones que cambian con extrema facilidad: todos somos, de algún modo, a veces víctimas, a veces verdugos), tengan un fuerte sabor jurídico y vengan acompañadas de sanciones que les dan un carácter coactivo (típico del derecho). Su función es garantizar un mínimo de orden y seguridad en la vida social, para que, los que quieran, puedan tender libremente a la perfección del bien. Y ésta se encuentra en el amor, que no puede ser estrictamente “ordenado” coactivamente, ni puede reducirse al comportamiento externo, sino solo motivado, puesto que implica el ser humano entero: todo el corazón, toda el alma, el ser entero: razón, voluntad y sentimiento. Si Jesús pone en el amor incondicional a Dios como el mandamiento principal, es porque Dios (y, en concreto, el Dios Padre, cuya experiencia él nos transmite) es el origen y la fuente del amor. Y si hemos de amar a Dios así, es porque así nos ama Dios. Y, conectados con la fuente del amor, no podemos no proyectarlo en los seres humanos que nos rodean, pues, motivados por la paternidad de Dios, entendemos que también ellos son amados por Él y es en ellos donde encontramos la imagen y semejanza con Él, que es el fundamento de la semejanza del segundo mandamiento con el primero.

El mandamiento principal que nos revela Jesús hoy, respondiendo a la pregunta de los fariseos, más que una exigencia moral, es un don que Dios nos hace: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a Hijo” (1 Jn 4, 10), y Él ha derramado ese amor abundantemente sobre nosotros en Cristo, que “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20), por cada uno de nosotros.