A Dios y al César. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 29 del tiempo ordinario

El diálogo que Jesús sostiene hoy con los enviados de los fariseos y de los herodianos tiene una
importancia capital en la comprensión de nuestra fe, de nuestra relación con Dios, y también con el
modo en que esta relación se refleja en los demás asuntos (digamos “no religiosos”) de nuestra vida.
Pero la condición esencial para comprender y, además, asimilar y hacer nuestra la importancia de la
respuesta de Jesús está en ese rasgo de su personalidad que con tanta exactitud y justicia expresan,
paradójicamente, sus oponentes, como preámbulo a la pregunta con la que pretendían comprometerle:
“sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe
nadie, porque no miras lo que la gente sea”. Es decir, Jesús es libre, no se aviene a compromisos, no
está pendiente del qué dirán, sino que se mantiene fiel a sí mismo, a Dios, su Padre, a la verdad, por
incómoda que pueda resultar.
No es fácil ser y vivir así. Estamos muy condicionados, nuestras necesidades, y no solo las materiales,
sino también las de reconocimiento y aceptación social, nos aprietan y nos empujan a adaptarnos, a
acomodarnos. Y, por eso mismo, existen múltiples mecanismos sociales tendentes a presionarnos,
llegando incluso al chantaje emocional, social, económico, etc., para que nos amoldemos a lo
establecido, para conseguir esos, tan necesarios, reconocimiento y aceptación sociales. Esto significa
que ser verdaderamente libre y fiel a las propias convicciones exige con frecuencia pagar un alto
precio. Porque los espíritus verdaderamente libres resultan molestos, desenmascaran prejuicios y
convencionalismos, y denuncian, aun sin pretenderlo, los intereses impuros, tan presentes en nuestra
vida personal y social.
Es importante distinguir al verdaderamente libre del fanático, apegado este último a su única idea e
incapaz de ver el mundo en su riqueza y complejidad. El espíritu libre es un espíritu abierto, que no
se empeña en imponer su visión de las cosas, sino que, al contrario, abre los ojos y trata de escrutar la
realidad en sus múltiples dimensiones, plegándose y sirviendo a la verdad que de tantos modos se
manifiesta. Naturalmente, no está excluido que el hombre libre pueda equivocarse, pero la misma
ductilidad de espíritu para acoger la verdad de las cosas permite mirarse a sí mismo de modo crítico,
y reconocer y corregir el error.
Jesús es un espíritu libre que, además, encarna la verdad misma del ser humano en su relación con
Dios y, en consecuencia, en su relación con los demás y con los asuntos de este mundo. Esta libertad
no acomodaticia de Cristo resultaba molesta a muchos de sus contemporáneos, incluso si algunos de
ellos estaban radicalmente enfrentados entre sí. A unos y a otros ponía Jesús en cuestión, y eso
favorecía que, pese a sus divergencias, se aliaran contra él. Este es el caso de los fariseos y los
herodianos. Los primeros, opositores al poder romano, se oponían también por motivos religiosos al
pago del impuesto al César. Los segundos eran, por el contrario, colaboracionistas, que apoyaban ese
pago y se aprovechaban de él. La cuestión era ideal para ponerle a Jesús una trampa sin posible
escapatoria. Cualquiera que fuera la respuesta habría motivos para acusarlo: desde la ley de Moisés,
si apoyaba el pago, y desde la ley romana, si se oponía. Y es claro que ni a fariseos ni a herodianos
les interesaba la respuesta (cada cual tenía ya la suya), sino sólo desembarazarse de este molesto
Maestro, que con su nueva imagen de Dios y con las exigencias que se derivaban de ella, ponía
seriamente en cuestión las convicciones y el modo de vida de unos y otros.
La respuesta de Jesús, sencillamente genial, supone, como decíamos al principio, un giro radical en la
relación con Dios y, de rechazo, con todos los demás asuntos “no religiosos”, pero no desconectados
de aquella relación.
Jesús, el hombre libre, al decir que le paguemos al César lo que es del César, nos está llamando a su
misma libertad, a una libertad responsable, a que renunciemos a utilizar a Dios para resolver los
asuntos que debemos resolver de manera autónoma. Dios, creador del mundo, ha abierto en él el
espacio de la libertad al crear al ser humano. Y si Jesús nos presenta una imagen paterna de Dios, no
lo hace para mantenernos en una dependencia infantil permanente, sino para que asumamos el don de
la vida (que no nos damos a nosotros mismos) como un proceso de maduración y crecimiento en la
libertad y la responsabilidad, para que lleguemos a ser autónomos, que es lo que los buenos padres
quieren para sus hijos.
Y al decir que paguemos a Dios lo que es de Dios nos recuerda que esa autonomía nuestra está
fundada, puesto que su punto de partida es un don, una gracia. Por ello, al asumir con responsabilidad
nuestra autonomía, no debemos olvidar la acción de gracias que los hijos deben a sus padres y que en
el caso de Dio incluye la alabanza, la adoración y también la petición, para que esa gracia inicial nos
acompañe siempre, teniendo en cuenta lo débiles y vulnerables que somos. Como vemos, Jesús nos
recuerda la complejidad de nuestro mundo, que ni se reduce a una pura dependencia religiosa, si se
puede afirmar como una total autosuficiencia, ni hace de esos dos ámbitos compartimentos estancos.
Si el denario del impuesto al César contiene el retrato del mismo César y su inscripción, el “denario”
con el que hemos de realizar la ofrenda a Dios lleva el rostro de la imagen de Dios que es cada ser
humano. Y aquí es donde entendemos que el ámbito religioso (“lo de Dios”) y el mundano (“lo del
César”) se entrecruzan y vinculan en el mandamiento del amor que es la máxima expresión de la
verdadera libertad humana y que Jesús comparte con nosotros: la capacidad de poseerse a sí mismo y
de darse a aquellos en cuyo rostro descubrimos la imagen de Dios, el rostro de Cristo, su imagen
visible.