Jesús continúa con su presentación del Reino de los Cielos por medio de parábolas, que no son
sino llamadas insistentes a acoger el Reinado de Dios que se realiza en su misma persona. Si es
verdad que Jesús ha presentado el Reino de los cielos como una viña en la que hay que trabajar y
dar frutos, podemos entender que se trata de frutos de alegría y fiesta, como el vino que alegra el
corazón del hombre. Jesús no presenta el Reino de los cielos como un sistema abstracto de ideas
y normas morales que se impone bajo la amenaza de castigos, sino como una realidad
extraordinariamente positiva y alegre, a la que somos invitados gratuitamente. Esta positividad la
encontramos ya anticipada en el Antiguo testamento, como lo vemos hoy en el bellísimo texto de
Isaías.
El Reino de los cielos se parece a una fiesta, no a un funeral. Es una fiesta, un banquete, un
momento de alegría, de relax y de encuentro, en el que se ofrecen los mejores manjares y los
mejores vinos. No puede ser menos, pues se trata de un banquete de bodas: es una fiesta en la que
se celebra el amor, los desposorios, el comienzo de una vida nueva. Jesús está presentando de
hecho el desposorio definitivo de Dios con su pueblo, el cumplimiento final de las antiguas
promesas. Se trata, además, de un cumplimiento pleno, lleno de novedad, pues no significa solo la
liberación de esclavitudes parciales, como la de Egipto o del Imperio Romano, sino la liberación
radical de las causas de todas las esclavitudes, la esclavitud del pecado y de la muerte. Una
liberación que suponía una relación nueva con Dios Padre, por medio de Israel, pero para toda la
humanidad. Se trataba de la revolución del amor y la fraternidad universal.
Jesús llama a Israel por medio de sus jefes (los sumos sacerdotes y los ancianos) a aceptarlo a él y
reconocerlo como el verdadero y definitivo enviado de Dios, en el que ese desposorio de Dios con
la humanidad está comenzando. Es una llamada a la vez positiva (es una fiesta) y dramática, porque
nos va la vida en ello y los jefes del pueblo no están de hecho bien dispuestos. No es que Dios
tenga la voluntad de destruir a los que no respondan. Las palabras de Jesús sobre la destrucción de
la ciudad tienen que ver muy probablemente con la experiencia histórica, ya conocida por el
evangelista, de la toma de Jerusalén y la destrucción del templo en el año 70 y que él interpreta
como consecuencia del anterior rechazo de Jesús por las autoridades judías. En realidad, no es
Dios el que castiga, sino que el ser humano se castiga a sí mismo cuando rechaza el bien que se le
propone.
Pero el rechazo de Jesús como Cristo (que se refleja en su muerte en Cruz), no frena los planes de
Dios. Por medio del “resto de Israel”, el pequeño grupo de los que sí han creído en Jesús, Dios
cursa la invitación a la fiesta. Y la dirige a todos sin excepción, “buenos y malos”. Es decir, la
invitación se da sin condiciones previas. Pero aceptar la invitación no puede no tener
consecuencias en la vida de los que acuden. No olvidemos que el banquete “se parece” al Reino
de los cielos, o, mejor, el Reino de los cielos “se parece” a un banquete. No se trata de una fiesta
normal, que solo nos afecta un rato y superficialmente, sino que se trata de entrar en una nueva
relación con Dios (descubierto como nuestro Padre), y con los demás (a los que descubrimos como
nuestros hermanos, nuestros prójimos). Y esto nos “reviste” de una nueva condición, nos pone un
vestido nuevo. Los buenos son afirmados y confirmados en su bondad, porque se conectan con la
fuente de la bondad; y los malos se hacen buenos, porque descubren el fondo de bondad que Dios
ha puesto en cada uno. Y es que esos buenos y malos somos todos nosotros, que no somos ni del
todo buenos ni del todo malos, a veces mejores, a veces peores, pero todos con margen de mejora
e invitados a reorientar nuestra vida en la dirección del Bien.
Últimamente escuchamos con frecuencia que en la Iglesia hay sitio para todos, y todos cabemos
en ella. Y es verdad. Pero eso no significa que quepa en la Iglesia cualquier comportamiento o
género de vida, porque no todos ellos son compatibles con la fe cristiana y el seguimiento de
Cristo. Todos tenemos de qué arrepentirnos, todos tenemos que esforzarnos en superar nuestros
pecados, todos, en definitiva, tenemos que ponernos un vestido nuevo, todos tenemos que
revestirnos de Cristo (cf. Gal 3, 27). Y es que también las invitaciones a las fiestas comportan
ciertas exigencias.
Revestidos de Cristo nos fortalecemos internamente para afrontar los buenos y los malos
momentos de la vida, como hoy nos enseña Pablo. Una dimensión esencial de este estar revestido
de Cristo y de participar en su banquete de bodas (que se realiza cotidianamente en la Eucaristía),
es superar la indiferencia ante los sufrimientos ajenos: revestidos de Cristo nos hacemos solidarios
en lo bueno y en lo malo, compartimos las tribulaciones de los que sufren, dividimos las tristezas
y multiplicamos las alegrías, porque compartimos la riqueza espléndida de Cristo Jesús,
manifestada en su muerte en Cruz por amor de la humanidad y en la vida nueva de la resurrección,
que ya opera en nosotros.