La viña del Señor es el nuevo Israel, la Iglesia. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F, para el domingo 27 del tiempo ordinario


En estas últimas semanas la imagen de la viña ha estado en el centro de atención de la enseñanza
de Jesús sobre el Reino de Dios. Nos ha enseñado el “sistema salarial” para los trabajadores de la
viña (hace dos semanas, en el domingo 25), también la necesidad de nuestro acuerdo libre para
responder a la llamada y el mandato de ir a trabajar en ella (la semana pasada, domingo 26).
Trabajar en la viña, trabajar para extender el reinado de Dios en nuestro mundo, es un don y, por
eso, en el mismo trabajo está ya la recompensa (igual que decimos, en sentido negativo, que “en
el pecado lleva la penitencia”). Por eso mismo, es esencial el concurso de nuestra libertad para
responder a la llamada de ir a trabajar en la viña, que es la casa de Israel, y que es el nuevo Israel,
la Iglesia. Pero ahí donde está la libertad humana, condición indispensable para hacer el bien, está
también el peligro de abusar de ella, de no usarla para el bien, dando frutos para la salvación del
mundo, sino solo para sí, de modo interesado y egoísta.
Esta es la seria advertencia que Jesús nos dirige en este domingo con una nueva parábola sobre la
viña del Señor. En este caso nos encontramos “al enemigo en casa”: son los mismos trabajadores,
a los que el Señor ha confiado el cuidado de la viña, los que se apropian indebidamente de ella y
actúan en contra del dueño. Inicialmente, la parábola está dirigida a los sumos sacerdotes y a los
ancianos del pueblo, que se niegan a aceptar a Jesús como Mesías, desoyendo la Palabra que Dios
les dirige, y que es el mismo Jesús. Se trata de una dura acusación, porque ellos, que deberían
servir al pueblo de Dios y a Dios mismo, se sirven de él para sus propios fines, se apropian de los
frutos que deberían ofrecer al dueño de la viña, al que no solo desoyen, sino contra el que se
revuelven, rechazando a sus enviados y, finalmente, matando a su hijo. Jesús está así profetizando
su propia muerte.
Pero el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, también tiene que escuchar con temor y temblor
esta parábola, que no ha perdido actualidad una vez que Dios nos ha confiado su viña. Al contrario,
esta parábola se convierte para nosotros en una seria advertencia, porque también nosotros hemos
recibido una llamada que apela a nuestra libertad, a la que hemos respondido, recibiendo así la
gracia y la responsabilidad de trabajar en la viña y dar frutos que ofrecemos al mundo entero. Pero,
por esto mismo, también nosotros podemos sentir la tentación de abusar de la confianza recibida,
de adueñarnos de la viña y de hacer de esta misión recibida un modo de vida en beneficio propio.
Tenemos el peligro de hacer de la Iglesia una estructura en la que, sí, proclamamos oficialmente
determinadas verdades y valores, pero sin que nuestra vida personal los encarne en la práctica:
nuestros criterios y decisiones, nuestro modo de vida se guían por el egoísmo, el interés personal,
reflejando más bien ese viejo mundo, afectado por el pecado y la muerte de los que Jesús ha venido
a salvarnos.
Cuando actuamos así, deformamos el rostro de la Iglesia y ocultamos la presencia de Cristo en
ella.
Recuerdo cuando vi la película “Spotlight” (“Primera plana”) de 2015 sobre los casos de pederastia
en la diócesis de Boston. La vi con profundo dolor y vergüenza. Y me golpeó especialmente la
acusación de que no se trataba solo de ciertos casos puntuales (ya de por sí muy graves), sino de
un “sistema” de encubrimiento, para evitar escándalos. Y es que, realmente, aunque no se llegue
al grado de gravedad de este y otros casos, cuando no actuamos de manera consecuente con el
Evangelio y con la fe que profesamos, cuando, pese a nuestras debilidades y pecados, no tratamos
de vivir con coherencia (lo que incluye reconocer nuestra debilidad y arrepentirnos de nuestros
pecados), entonces hacemos visible ante los ojos del mundo un “sistema”, un determinado modo
de vida, que oculta a Cristo e impide que aquellos, a los que predicamos el Evangelio de palabra,
puedan hacer la experiencia de encontrarse con él, verlo, escucharlo y, si quieren, acogerlo.
Esto puede suceder de muchos modos, de los más graves, como el caso narrado en la película
citada, a los más menudos, como la falta de atención y acogida cordial de los que, de un modo u
otro, acuden a nosotros. Y no debemos pensar sólo en los obispos y sacerdotes: esto nos afecta a
todos, desde el Papa hasta el último fiel cristiano, pues todos somos trabajadores en la viña del
Señor.
Jesús con esta parábola nos manda una fuerte y dramática llamada de atención, para que
examinemos nuestra vida, porque el peligro es real. Podemos realmente con nuestro mal ejemplo
hacer invisible a Cristo, que es otra forma de matarlo.
Sólo hay un modo de evitar el “sistema”. Hoy nos lo enseña Pablo (y con él la multitud de los
santos y de los que día a día viven evangélicamente): “lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis,
visteis en mí, ponedlo por obra”. Así, “el Dios de la paz estará con vosotros” y el rostro de Cristo,
el Hijo que Él nos ha enviado, se hará visible en nuestras palabras y acciones, y con nuestro trabajo
en la viña del Señor, daremos “frutos de caridad para la vida del mundo” (OT 16).