Justos que se pervierten y malvados que se convierten… Significa que nadie es justo o malvado por definición, que esas categorías no se pueden aplicar con rigidez, y que todos caemos en una u otra en dependencia de nuestras propias decisiones y de nuestra conducta. Es decir, desde el punto de vista moral, no somos ni totalmente buenos, ni totalmente malos. Somos imperfectos y estamos llamados a irnos perfeccionando a lo largo de nuestra vida.
Dios nos ayuda en esta tarea, a la que Él mismo nos llama. Nos ayuda de manera natural, por medio de nuestra conciencia, que nos permite discernir (aunque no sin dificultades y errores) el bien del mal. Así se puede entender el árbol de la ciencia del bien y del mal, que está en el jardín junto a su centro, en el que está el árbol de la vida: el jardín es nuestro mundo, su centro es el ser humano, y en él está la conciencia moral, el conocimiento del bien y del mal, del que no podemos “comer”, en el sentido de que no podemos disponer de él a nuestro antojo, haciendo que sea bueno lo que nos da la gana o lo que nos viene bien (cf. Gn 2, 16-17). Pero también nos ayuda por medio de la revelación, por medio de su Palabra, por la que podemos superar las inevitables deficiencias producto de nuestra inicial imperfección.
Dios, además, nos ha dado la libertad de la voluntad, condición indispensable de ese proceso de perfeccionamiento: nadie puede hacerse bueno a la fuerza, por imposición, pero tampoco por motivaciones insuficientes, como el temor al castigo o el deseo del premio. El bien debe ser elegido libremente, es decir, por sí mismo, por amor del bien mismo. Y el Dios que nos ha dado la libertad (que es un rasgo divino, que nos hace personas, imágenes suyas), la respeta, dejándonos que seamos nosotros los que tomemos nuestras propias decisiones. Ese respeto que Dios nos tiene es el primer signo de esa justicia suya que el profeta Ezequiel defiende celosamente. Dios es justo porque no nos engaña ni juega sucio: nos da la libertad y nos hace responsables, pone en nuestras propias manos nuestro destino: “Dios creó al hombre al principio y le dio libertad de tomar sus decisiones” (Ecl. 15, 14). Pero también porque el orden moral que nos ofrece es algo racional, comprensible, accesible y adecuado a nuestra verdadera realidad, aunque en ocasiones sea exigente y difícil.
Como somos imperfectos y débiles, aquejados de muchas y diversas necesidades, con frecuencia elegimos de manera equivocada: tomamos por buenas cosas que nos resultan nocivas, porque, aunque realmente sean buenas en parte (agradables, útiles, etc.), en un sentido más pleno no lo son porque, por ejemplo, lesionan la justicia, la caridad, los derechos de otros, nuestra propia integridad… Esa debilidad puede ser desconocimiento o error, pero también se puede expresar en la ira, que nos ciega, o una cierta dosis de mala voluntad.
Pero Dios, además de justo, es misericordioso. Por eso, junto con la conciencia y la voluntad libre, nos ofrece la posibilidad del arrepentimiento. Somos libres y responsables de nuestras acciones, pero no de manera que, cuando nos equivocamos, ya no hay marcha atrás. Cuando actuamos mal, por debilidad o por pura maldad, tenemos la capacidad de darnos cuenta de ello: nos remuerde la conciencia (que actúa como verdadera voz de Dios), nos hacemos conscientes de las consecuencias negativas de lo que hemos hecho, o bien son otras personas las que nos avisan (a veces, por las buenas, otras por las malas) haciendo para nosotros de profetas. Podemos, en definitiva, pedir perdón, rectificar y volver al buen camino.
El arrepentimiento es una prueba indirecta de que la distinción del bien y del mal es objetiva y está fundada. Si el relativismo o el subjetivismo fueran verdad no podríamos nunca arrepentirnos de nada: en cada caso sería bueno (para nosotros) lo que en ese momento nos pareciera tal. Hoy se ha extendido como una mancha de aceite la trampa de que la autopercepción subjetiva es fuente de legitimidad y principio de realidad. Todavía no hemos establecido suficientemente los derechos de la percepción (subjetiva) que tenemos de los otros (o que los otros tienen de nosotros). Cuando eso se intente, se producirá un conflicto de difícil solución, mientras no volvamos a utilizar la razón que Dios nos ha concedido para establecer distinciones con cierto fundamento objetivo.
El arrepentimiento, además, indica que somos más buenos que malos. Aunque seamos imperfectos y podamos, por eso, ser malvados, estamos más orientados al bien que al mal. Cuando hacemos el mal podemos tomar distancia crítica de nosotros mismos y cambiar de rumbo. Hay en todos nosotros un fondo de bien que ningún mal puede eliminar. El peor criminal puede arrepentirse y pedir perdón.
Cuando hacemos el mal somos como el hijo que dice “no”, a la voluntad del padre. Cuando, recapacitando, nos arrepentimos, nos desdecimos de esa negativa y ponemos por obra su voluntad. Pero la dualidad de nuestra imperfección encierra también un peligro: el de aparentar que hacemos el bien, aunque, en el fondo, lo estemos usando torcidamente en beneficio propio. Es el caso del segundo hijo, que dice que “sí”, pero no cumple la voluntad del padre, y en el que Jesús personifica su crítica (y su llamada a la conversión) a los que pretendían ser justos, como Dios, pero que carecían de misericordia, por lo que, en realidad, estaban lejos de su voluntad. Ahora bien, también en los Sumos Sacerdotes, los ancianos y los fariseos existía ese fondo de bien del que hemos hablado. Con su critica Jesús los llama a arrepentirse de su pecado, el pecado de los “buenos”, de los que se tienen por tales.
No en vano vemos esto mismo con claridad en el gran converso del Nuevo Testamento, ese fariseo intransigente, Saulo, que, arrepentido por haber perseguido a Cristo, y convertido en Pablo y apóstol de los gentiles, llama a sus cristianos de Filipos a tener entrañas de misericordia y a adoptar los mismos sentimientos de Cristo.
Pablo es un ejemplo meridiano del hijo que empieza diciendo “no” y luego no solo va a trabajar a la viña, sino que se deja la vida en ella.