El sistema salarial del Reino de los Cielos. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 25 del tiempo ordinario

 

 

 

 

 

 

 

 

La primera lectura subraya la trascendencia y, simultáneamente, la cercanía de Dios. Dios se pone a tiro, pero también se defiende de nuestros deseos de usarlo según nuestros caprichos y de acuerdo a nuestros planes. Si queremos encontrarlo, puesto que está cerca, debemos convertirnos, renunciar a nuestros planes malvados, cambiar de mentalidad, para hacernos capaces de entrar en la lógica de Dios, de entender sus planes y caminar por sus caminos.

Pablo nos ofrece un magnífico ejemplo de lo que significa adoptar la mente de Dios. Pablo, plenamente identificado con Cristo, con el misterio de su muerte y resurrección, nos introduce en esta nueva sabiduría que ve en la muerte no la total destrucción de nuestro ser, sino el encuentro con Cristo y el paso a una forma superior de existencia en plena comunión con Dios, con el misterio del Amor. Pero precisamente es el amor, en el que consiste la mente de Dios, sus planes y sus caminos, lo que hace relativo vivir o morir, porque lo importante es cómo amar mejor, es decir, cómo estar mejor en actitud de servicio para el bien de los hermanos.

Es en esta clave del servicio como debemos entender la parábola de los trabajadores de la viña. Jesús la introduce con las palabras “el Reino de los Cielos se parece a…” (Otras versiones dicen “con el Reino de los Cielos sucede…”). Es decir, Jesús no está dándonos una clase sobre relaciones laborales y salarios justos, sino que toma estos asuntos (en los que se reflejan nuestros planes, nuestros caminos), para introducirnos en la lógica de la mente de Dios, para que, entendiéndola, la adoptemos.

Trabajar en la viña del Señor es, ciertamente, un trabajo. No hemos sido llamados a ella para holgar, sentarnos a la sombra y dejar pasar el tiempo. El Señor nos llama para que trabajemos en ella, y para que trabajemos duro. Pero este trabajo, por duro, difícil, incluso peligroso que pueda llegar a ser, es ante todo un don, una gracia, una suerte. Se podría decir que el salario es ya el hecho mismo de estar y trabajar en la viña del Señor, o poder ofrecer los frutos de ese trabajo al mundo entero. El denario final, que todos reciben por igual, al margen de que hayan trabajado mucho o poco, es signo del carácter gratuito del mismo, porque el salario por estar y trabajar en esa viña es el mismo Cristo, que se entrega por igual a todos.

A veces en la Iglesia nos movemos con la mentalidad del mundo, pensando que merecemos más que otros, comparando nuestros méritos y los años de servicio prestados. Nos comparamos entre nosotros y le exigimos a Dios que actúe según nuestros criterios, es decir, según esos planes y por esos caminos que son los nuestros y no los suyos. Cuando hacemos esto nos convertimos en mercenarios del evangelio, y nos extrañamos del mismo; hacemos del trabajo en la viña del Señor no una suerte, una gracia que nos regala Cristo con su llamada, sino un modo de medrar, de sobresalir o de encontrar acomodo en un lugar que es la Iglesia como podría ser cualquier otro.

Pero si trabajamos en la viña según la mente del Señor lo hacemos para que todos por igual conozcan y amen a Dios Padre, y alcancen por igual la salvación. En Cristo Jesús superamos todas nuestras diferencias y dejamos de lado el concurso de méritos porque en Él, convirtiéndonos a Él, sea desde la infancia, sea en edad madura o en el ocaso de nuestra vida, alcanzamos por igual la comunión con Dios, y aquí no hay lugar para los celos o las comparaciones, sino solo para la alegría de la comunión.

Se me ocurre que el gran trabajador de primera hora, que ha soportado todo el peso del día, es el mismo Cristo, y el trabajador de última hora bien podría ser el buen ladrón, a punto de expirar en la cruz. A este le paga Jesús su denario: “hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43), ese denario, al que, más allá de todo mérito, aspiramos todos.