La medida de Pedro y la medida de Dios. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 24 del tiempo ordinario
Antes de considerar la exagerada medida del perdón que nos propone Jesús (en realidad, un perdón sin medida), deberíamos detenernos a meditar sobre la “medida petrina” del perdón (hasta siete veces), y usarla como espejo de nuestra propia vida. Si me miro en este espejo en mis relaciones con los demás, especialmente con los más cercanos, comprendo que estoy muy lejos de esta “medida petrina”. Solemos (al menos yo suelo) aplicar una medida mucho más estrecha: “una y no más, santo Tomás”. En nuestros roces y conflictos, en nuestras diferencias de opinión, en las ofensas reales o sentidas que recibimos de otros, tenemos con frecuencia un estrecho margen de tolerancia y de capacidad de perdón, porque consideramos que debemos defendernos de los abusos de los otros para no convertirnos en víctimas suyas. Perdonamos una, a lo más dos veces y, después, si la situación se repite, evitamos a la persona, o si eso no es posible, evitamos los temas conflictivos, guardamos distancia, podemos llegar al extremo de romper las relaciones. Tenemos que reconocer que, en este aspecto, somos muchas veces como pagamos, puesto que no vivimos suficientemente la dimensión del perdón.
Pedro parece que ha comprendido mucho de la enseñanza de Jesús, después de seguirlo un tiempo por los caminos de Galilea y Judea. Fruto de ese seguimiento ha conseguido ampliar mucho su disposición al perdón, que, en la antigua ley, como leemos en la primera lectura, tenía una medida de equivalencia: perdona para que te perdonen, perdona para poder suplicar a Dios. Pedro, superando esa razonable medida, alcanza a perdonar “hasta siete veces”. Podemos tratar de imaginarnos lo que supone aguantar siete veces la ofensa de “mi hermano”, y lo cuesta arriba que se nos haría tener que perdonar “hasta siete veces”. A veces el perdón no supone necesariamente mantener la relación: el ofensor perdonado ha podido desaparecer de mi vida, morir, o no pertenecer al círculo de mis relaciones habituales. Pero Pedro habla aquí de “mi hermano”, y esto indica un vínculo cercano y fuerte, que explica, además, la reiteración de la ofensa. Aquí el perdón supone la reconciliación, la recomposición de la relación y la renovación de la fraternidad. Por esto, la pregunta de Pedro es especialmente pertinente en las relaciones familiares: los niños que se portan mal y nos ponen de los nervios, los defectos de carácter, las manías y las diferencias de opinión, gustos y demás de esposos, padres, hermanos…; pero también para las relaciones comunitarias en la parroquia, la comunidad religiosa, etc. Aquí el perdón que reconcilia y recompone la relación es una necesidad vital. Y debemos recordar lo que nos decía el Evangelio del domingo de la semana pasada: el perdón no es una actitud pasiva, sino que incluye también la responsabilidad de la corrección fraterna.
Una vez que hemos examinado nuestra (tal vez) escasa disposición al perdón según la generosa medida de Pedro, podemos considerar la sorprendente respuesta de Jesús, que parece frustrar la generosidad que aquél ha mostrado.
Jesús propone una medida (setenta veces siete) que en realidad supera toda medida: propone un perdón sin límites y sin condiciones. Y lo ilustra con la parábola de los 10.000 talentos. Se trata, de nuevo, de una exageración intencionada. Un talento equivalía al salario de un trabajador a lo largo de 16 años (otras versiones hablan de 60). Esto equivalía, según diversos cálculos, a 6.000 € (si eran talentos de plata), o a 360.000 € (si eran de oro). En todo caso, la deuda de aquel siervo era imposible de pagar, puesto que hubiera necesitado trabajar 16.000 años para saldarla. Con su exageración intencionada Jesús habla de un perdón infinito, y está dirigiendo nuestra mirada a Dios Padre, a la medida de su amor, su misericordia y su perdón hacia nosotros.
Podemos preguntarnos, ¿cómo es posible que aquel siervo hubiera llegado a contraer una deuda semejante? Recuerdo que en la catequesis que recibí en mi infancia se nos decía que nuestros pecados, al ser directa o indirectamente pecados contra Dios, suponían una culpa infinita, imposible para nosotros de ser saldada. Siempre me llamó la atención que pudiéramos contraer la deuda, pero no saldarla. Una especie de ley del embudo teológico. ¿Tienen realmente nuestros pecados, por muy espantosos que puedan llegar a ser, una magnitud semejante? Porque nosotros no manejamos talentos, sino denarios, y un denario es el equivalente al salario de un día de trabajo de un obrero no cualificado. Y esas son las deudas que, a tenor de la misma parábola de Jesús, contraemos entre nosotros.
Hemos dicho que Jesús, con su parábola, dirige nuestra mirada a Dios. Y esto es así porque quiere subrayar, no la enormidad de nuestra deuda, sino la infinita medida de su amor hacia nosotros, que incluye también la dimensión del perdón. Dios, realmente y sin méritos nuestros, nos ha enriquecido sin medida: nuestra misma existencia, los talentos (no monetarios) que hemos recibido, además, la posibilidad de comunicarnos con Él, la fe, su Palabra encarnada, Jesucristo, su muerte y resurrección, la Iglesia y los sacramentos que nos alimentan, la vida eterna…
Dios derrama sobre nosotros su gracia con sobreabundancia, aunque nosotros, llorando por los cien denarios que nos deben, no nos damos cuenta de lo ricos que somos. Jesús, con su exagerada parábola, nos sacude para que abramos los ojos. El “hasta siete veces” de Pedro es una medida moral. Pero el “hasta setenta veces siete” es, mucho más allá de la moral, la expresión de la abundancia de la gracia con que Dios nos ha enriquecido. Si somos así de ricos, ¿no seremos capaces de perdonar los cien denarios de nuestras deudas cotidianas? Si no damos ese paso, estamos despreciando y rechazando sin saberlo los diez mil talentos que Dios nos ofrece. No es que no nos perdone (y nos regale esa fortuna), sino que al no perdonar nosotros nos cerramos al perdón de Dios, no lo dejamos actuar.
Si el rey de la parábola perdonó la enorme deuda, con grave quebranto de sus intereses, alguien debió hacerse cargo de la misma. El mismo rey o, si no, con seguridad, su heredero, su hijo. En la catequesis a la que aludí antes se nos decía que solo el Hijo de Dio podía cancelar la deuda, porque, como hombre, pagaba por nosotros, y, como Dios, su pago tenía valor infinito. De ahí la necesidad de su muerte en Cruz. Pero yo prefiero pensar que su muerte en la Cruz es más bien expresión de ese amor extremos e infinito que Dios nos ha manifestado en Cristo, “que murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos”.
Estar dispuesto a perdonar setenta veces siete significa vivir ya en el ámbito de la resurrección. Perdonar a veces nos cuesta lágrimas, nos cuesta la vida, nos hace sangrar en el alma. Pero, al hacerlo, morimos para el Señor y resucitamos con Él: damos ya en esta vida el paso a la vida nueva de la resurrección. Y hacemos así presente en nuestro mundo la infinita riqueza de Dios y de su amor, y por medio de las buenas obras, y de modo señalado, del perdón, la compartimos y distribuimos a manos llenas.