Jesús en medio de su comunidad nos ama y nos corrige. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 23 del tiempo ordinario
La Palabra de Dios hoy nos recuerda que somos responsables unos de otros, y también que esa responsabilidad es limitada, porque, en último término, cada cual es responsable de sí mismo. Esto se explica por nuestra condición personal, por la que somos libres, pero por la que también estamos vinculados unos con otros.
Uno de los factores principales de la descristianización que padecemos es el individualismo característico de nuestra cultura: cada uno se considera responsable exclusivo de sí mismo, creador de su propio universo de valores, dueño absoluto de su cuerpo y de su sensibilidad (de su autopercepción), de tal manera que nadie tiene derecho alguno a inmiscuirse de ningún modo en las propias decisiones vitales, por más dañinas que puedan resultar para el individuo mismo. Se llega al absurdo extremo de afirmar que incluso los menores de edad (que en cuestiones mucho más nimias –desde comprar tabaco a ir de excursión– necesitan del permiso de sus padres) tienen una capacidad irrestricta para tomar decisiones (como engendrar, abortar o cambiar de sexo) que pueden dañarles definitivamente para el resto de sus vidas.
El Evangelio de hoy, como también la primera lectura, se distancian por completo de este extremo individualismo, cuando afirma sin ambages que somos responsables unos de otros: tenemos la obligación, no solo de ayudarnos mutuamente en sentido positivo (apoyando, acogiendo, estimulando…), sino también de ejercer ese tipo de ayuda más difícil y molesta, que consiste en la corrección fraterna. Avisar al malvado de su maldad, que lo conduce a la muerte, o denunciar el pecado del que, pese a todo, veo como mi hermano, son formas esenciales de hacer el bien. Si el malvado (en determinado aspecto) es mi hermano, significa que no puedo ser indiferente al mal que hace y que, de este modo, se hace a sí mismo. Retomando las palabras de Pablo a los Romanos, esta es una forma más de pagar la deuda de amor que nos debemos unos a otros.
Mirar con indiferencia como el “malvado” (más o menos ocasional) que es mi hermano (de manera permanente) se encamina al abismo y no hacer nada es, ello mismo, una forma muy grave de maldad, de carencia de fraternidad, fruto y expresión de ese individualismo anticristiano (y antihumano) que razona al modo de Caín, diciendo “¿soy acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4, 9), o, con otras palabras: “¿quién soy yo para meterme en asuntos ajenos, en donde nadie me llama?” Si considero ajeno el bien o el mal del otro, si no me llama la fraternidad que nos une, estoy haciendo dejación de mi responsabilidad para con los demás, negándome a responder a esa llamada que es el bien de mis hermanos y, así, estoy cayendo en una nueva forma de maldad y alejándome de mi vocación cristiana y humana, del mandamiento del amor, la única deuda que, en el fondo, tenemos con los demás. Lo queramos o no, estamos vinculados: si tratamos de salvar a los demás, nos salvamos a nosotros mismos; si nos desvinculamos de ellos, nos perdemos, como nos recuerdan tanto Jesús como el profeta Ezequiel.
Todo esto supone, claro, la convicción de que hay un universo de valores compartidos, que conforman una objetividad moral al que todos estamos referidos. Superar el individualismo significa superar el subjetivismo moral en el que casi siempre desemboca el primero. Por muy compleja que se considere esta cuestión (hay un mar de libros dedicados al tema, a favor y en contra), en la práctica hay convicciones elementales del sentido común que avalan la objetividad de esos valores compartidos: nadie quiere que le pongan los cuernos, ni que le maten, le roben o le mientan…, luego no hagas tú a los demás lo que no quieres que te hagan (cf. Tb 4, 15); y como abstenerse de hacer el mal significa también no permanecer indiferente ante el mal ajeno, esta formulación negativa encuentra su perfección en la actitud positiva de hacer a los demás lo que queramos que los demás nos hagan (cf. Mt 7, 12). En el fondo, todos necesitamos y queremos ser amados, por eso dice Pablo que tenemos una única deuda de amor con los demás.
Pero hemos dicho al principio que esa responsabilidad hacia los demás es limitada. Existe, en efecto, el peligro de invadir excesivamente el espacio de libertad, autonomía e intimidad de los otros. La imposición de mis puntos de vista, mis convicciones y valores, que no dejan de ser limitados, sería una forma de intervención en la vida ajena excesiva e indebida. Por eso, en la corrección fraterna, se trata de exhortar sin imposiciones, dejando la decisión última a la libertad de cada uno. Tanto Ezequiel como Jesús lo expresan con claridad: corregir significa hablar, usar la fuerza exclusiva de la palabra, tratar de motivar al otro, pero siempre dejando que sea él quien acabe decidiendo. Por eso, repetimos, nuestra responsabilidad, siendo real y grave, es limitada.
Se ve ya en la responsabilidad, la más evidente, de los padres hacia sus hijos. La patria potestad es una responsabilidad de los padres y una dependencia de los hijos temporalmente limitada. Tanto más en nuestras relaciones sociales y personales, cuando nos sentimos llamados a denunciar, exhortar y corregir, debemos hacerlo sin imposiciones, que son contrarias al amor, que, como dice san Pablo, es respetuoso, puesto que es paciente y servicial, todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta (1 Cor 13, 4. 7).
El verdadero amor se limita a sí mismo, de modo que esta “responsabilidad limitada” evita otro peligro, que también se encuentra presente en nuestra cultura contemporánea, va creciendo cada vez más y es como el fruto paradójico del individualismo inicial. Josef Ratzinger, justo antes de su elección como Papa, lo definió como el “totalitarismo del relativismo”, y consiste precisamente en imponer determinadas posiciones morales e ideológicas por la fuerza de los m.c.s., la propaganda y, finalmente, cada vez con más frecuencia, por la fuerza de las leyes. Como las leyes son el espacio exclusivo del fuero externo, y, por eso, en ocasiones, sí que se pueden imponer por la fuerza si lo requiere el bien común, en este totalitarismo se produce una invasión indebida del espacio de la conciencia y de la libertad individual. Lo “políticamente correcto” trata de marcarnos lo que debemos pensar, el modo en que debemos hablar, incluso cómo debemos sentir.
La fe cristiana que, en virtud del mandamiento del amor, nos hace responsables unos de otros, nos llama también a corregirnos mutuamente (a corregir y, en consecuencia, a dejarnos corregir por los demás) y, de esta forma, nos cura de la enfermedad del individualismo, al afirmar el carácter sagrado de la conciencia nos defiende de la tentación del totalitarismo, que vacía nuestra autonomía personal, nuestra capacidad crítica y nuestra capacidad de decisión.
No es fácil mantener el equilibrio entre estos extremos, y estamos continuamente inclinándonos hacia uno o el otro. El mejor modo de tratar de hallar ese equilibrio es recurrir a la oración en común, para que Cristo mismo se haga presente en medio de nosotros. Él es el hombre plenamente libre, que no se somete a ningún convencionalismo; pero también es el hombre para los demás, que ejerce su responsabilidad hacia nosotros, en un respeto total de nuestra libertad, hablándonos, exhortándonos, curándonos, corrigiéndonos, y dando su vida hasta el final por todos y por cada uno.