Hay cosas que no se dicen a todo el mundo, sino sólo al pequeño grupo de iniciados. Son los que
“están en el secreto”. Esto es así por variados motivos, uno de ellos el que sólo ese grupo está
preparado para recibir el mensaje. Con mucha frecuencia, “estar en el secreto” es precisamente lo
que constituye el grupo de los elegidos, lo que los distingue y separa del común de los mortales.
Esto significa que el objeto del secreto es fuente de privilegios, sean materiales, sea un
conocimiento superior, frecuentemente de tipo salvífico, como sucede en los grupos esotéricos.
Externamente, la conversación de Jesús con sus discípulos, que continúa al interrogatorio sobre la
identidad de Jesús (“vosotros, ¿quién decís que soy yo?”), recuerda algo lo que acabamos de
describir: sólo una vez que los apóstoles han creído y confesado que Jesús es el Mesías, puede él
revelarles el secreto sobre qué tipo de mesianismo es el suyo. Si les prohibió decir a nadie que él
es el Mesías, es precisamente porque, incluso los que estaban a la espera del mismo, no entendían
bien qué significaba su venida. Esperaban un mesianismo de fuerza y de victoria, de sometimiento,
incluso de destrucción de los enemigos. Pero he aquí que Jesús, continuando con la revelación de
lo alto por la que lo han confesado el Cristo, les habla de un mesianismo de sufrimiento, de cruz,
de muerte. La victoria, que también se dará (en la resurrección) no es la que esperaban incluso los
que han creído que Jesús es el que tenía que venir al mundo. Así pues, los apóstoles escuchan
consternados que no sólo Jesús no va a someter a los enemigos (y a repartir entre ellos poder,
privilegios y ministerios), sino que es él el que se va a someter al poder de aquellos hasta la propia
muerte.
Esto, naturalmente, cambia radicalmente la naturaleza del grupo de iniciados y elegidos. Porque
la revelación que les hace Jesús no los convierte en un grupo de privilegiados apartados y por
encima del común de los mortales, contemplados desde arriba y con desprecio, sino que, al
contrario, Jesús abre al grupo sin limitación, igual que él va a abrir los brazos en la cruz para
abarcar al mundo entero: no promete privilegios y poder, sino servicio y entrega.
Es normal que la reacción de los apóstoles, de nuevo en boca de Pedro, fuera no sólo de
incredulidad, sino de abierto rechazo. En realidad, al rechazar la cruz de Jesús (“¡que no te suceda
eso!”) Pedro está rechazando su propia cruz (“¡que no me suceda a mí eso mismo!”), porque la
confesión de fe anterior, como ya vimos, lo vincula personalmente con Cristo y lo asocia a su
destino.
La respuesta extraordinariamente dura de Jesús (“quítate de mi vista, Satanás, que me haces
tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”) se explica porque Satanás es el tentador,
el que propone vías alternativas a la cruz, como aprovecharse de la propia situación, suscitar
admiración y aplauso, hacer alianzas con el mal (cf. Mt 4, 1-10). También nosotros tentamos a
Dios, a Cristo, cuando, aceptando su mesianismo, rechazamos el camino de la cruz.
Pero los reproches de Jesús no implican un rechazo, sino, al contrario, son la ocasión para la
enseñanza. Y con sus palabras nos aclara lo que implica aquella confesión de fe por la que lo
hemos reconocido como Mesías e Hijo de Dios. Jesús no nos regala los oídos con falsas promesas.
Sin negar lo que podríamos llamar el premio final, la participación en la gloria del Padre, nos
recuerda que esto depende de nuestra conducta. La conducta es el modo como nos conducimos,
esto es, la forma y la orientación de nuestro camino. Y el camino que él nos propone es un camino
empinado y estrecho: no es ganancia, sino pérdida, aunque sea una pérdida que se convertirá
después en ganancia. Esto es así, porque no es un camino de avidez y codicia, sino de generosidad
y entrega de sí. Cargar con la propia cruz significa asumir las consecuencias, no siempre
agradables, del verdadero amor. No hace falta irse muy lejos. Basta que pensemos en nuestra
propia vida. En el matrimonio y la familia, la relación con el cónyuge y los hijos, en el trabajo, en
la Iglesia, en la vida social. El amor, la amistad, la justicia y la solidaridad, la coherencia de vida
y la fidelidad a la palabra dada exigen de nosotros renuncias, sacrificios, cierta capacidad de
sufrimiento, la superación de conflictos, desilusiones, tentaciones y también ofensas por medio del
perdón. Si no estamos dispuestos a asumir esos momentos de cruz, si queremos permanecer en un
permanente estado de “enamoramiento”, nos estaremos incapacitando para el verdadero amor, que
significa, a fin de cuentas, la donación de sí.
Si confesamos a Cristo como el Mesías y el salvador del mundo, nos vinculamos personalmente
con él, nos convertimos en copartícipes de su misión: como Simón, recibimos un nombre nuevo y
unas llaves, esto es una responsabilidad. Si Jesús cumplió su misión en la cruz, donde entregó su
cuerpo y derramó su sangre, así nosotros estamos llamados por la vía del servicio y la entrega a
una transformación y renovación de la mente, a llevar una existencia eucarística, presentando
nuestros cuerpos como una ofrenda viva, santa, agradable a Dios. La voluntad de Dios, lo bueno,
lo que le agrada, lo perfecto es el amor, y por esa vía, tantas veces empinada y difícil, estamos
llamados a convertirnos en eucaristía viva, en eso que expresa tan bien la expresión castiza: “ser
más bueno que el pan”.