La primera lectura y el Evangelio, nos hablan de llaves. La llave es un instrumento de poder, que
abre y cierra puertas. Pero también es una clave, capaz de abrir las mentes y los corazones para
entender sentidos y encontrar respuestas. Para responder a las preguntas esenciales que afectan al
sentido de nuestra vida es preciso disponer de esa clave, esa llave, pues abrir ciertas puertas o
cerrar otras puede imprimir un rumbo decisivo a nuestra existencia.
Cuando Jesús pregunta a sus discípulos sobre su propia identidad, los está llamando en el fondo a
tomar una postura que implica su vida entera. Es verdad que es posible dar respuestas evasivas a
la pregunta, respuestas que, incluso siendo positivas y más o menos orientadas, evitan la
implicación personal ligada a una respuesta “con clave”.
Y es que hay respuestas que son meras opiniones. Aunque con excepciones, las opiniones sobre
Jesús suelen ser positivas. Es verdad que algunos (esas son la excepciones) lo tenían por loco (cf.
Mc 3, 21), o por endemoniado (cf. Jn 10, 20), o por borracho y comilón (Mt 11, 19), o por blasfemo
(cf. Mt 9, 3; Jn 10, 33; Mc 14, 64). Pero estas opiniones negativas hablaban en realidad de la
mirada torcida y de la mala voluntad de los que así se expresaban. En general “la gente” tenía a
Jesús en una alta estima, veían en él más que a un rabino, a un profeta, comparable a los más
grandes profetas antiguos (como Elías y Jeremías) y recientes (como Juan el Bautista). Así era
entonces y así ha sido a lo largo de la historia (aunque también aquí con excepciones), en que se
ha visto a Jesús como un renovador de la religión, un maestro de moral, un reformador social, etc.
Sin embargo, estas opiniones, por muy positivas que sean, no son implicativas, no comprometen.
Podemos con ellas admirar al personaje, aprobarlo, tomar nota de algún aspecto de su enseñanza,
pero siempre desde la exterioridad y la distancia.
La respuesta de Pedro y, por medio de él, de los apóstoles (“vosotros, ¿quién decís que soy yo?”)
es de muy distinto cariz. Es una respuesta con clave, una llave que abre una puerta y desvela un
misterio. Esa clave es la fe. Al confesar (y no sólo opinar) “tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”
Simón, en primer lugar, ha comprendido que en Jesús se cumplen definitivamente las antiguas
profecías y promesas. Pero esta confesión significa, además, aceptar y acoger a Jesús como Señor
de mi vida, implicarme y comprometerme con él, estar dispuesto a seguirlo a donde quiera que
vaya, y, finalmente, a asumir responsabilidades.
La clave de la fe, por otro lado, no es fruto de la casualidad o la improvisación, sino de la
experiencia de convivencia con Cristo, de un cierto camino de escucha y de seguimiento. Es
posible que, al principio, lo siguieron pensando que era un profeta al estilo de Juan Bautista (cf.
Jn 1, 38). Pero en el proceso de seguimiento, por su Palabra y sus obras, fueron descubriendo al
Hijo de Dios que tenía que venir al mundo.
Pedro ya no opina, no responde desde la tradición, la cultura a la que pertenece o la nacionalidad
(como hijo de Jonás, desde la carne y la sangre), sino que la clave la fe le ha abierto (a él y a los
demás apóstoles) a una revelación de lo alto.
Y esto significa una implicación personal con Jesús, significa empezar una vida nueva, expresada
en el nombre nuevo (Pedro) y en la responsabilidad que conlleva. La llave que le ha abierto a la
verdadera identidad de Jesús deberá usarla para abrir la puerta de la fe a muchos otros. El camino
iniciado no va a ser sencillo, puesto que significa superar fuertes resistencias internas para aceptar
el camino de Jesús que lleva a la cruz, pero de esto nos ocuparemos la semana que viene.
La Palabra de Dios hoy nos plantea a cada uno de nosotros la misma pregunta que Jesús dirige a
los apóstoles en Cesárea de Filipo. Nos llama así a no reducir nuestra fe a una opinión, a una
referencia externa que no nos implica, a una rutina que hemos heredado de la carne y de la sangre,
por ser hijos de determinada cultura o nacionalidad. En este interrogarnos personalmente nos está
llamando a abrirnos a la revelación de lo alto, a la sabiduría y el conocimiento de Dios, a sus
decisiones insondables y sus caminos irrastreables; a la confesión viva, que nos implica en
profundidad y nos lleva a asumir compromisos y responsabilidades, a ser coherentes con nuestra
confesión, a ser testigos que abren con al llave de la fe la revelación de la identidad de Jesús, señor
y Mesías, a muchos otros.
Pero si hemos de ser testigos, nos resulta difícil de entender la frase final del Evangelio: “mandó
a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías”. Y es que no se entendía bien ese
mesianismo. Los mismos discípulos pensaban en un mesianismo de fuerza y de poder, no de cruz.
Por eso, antes de testimoniar la identidad de Jesús como Mesías hay que entender (no sin dificultad
y resistencia) ese mesianismo de cruz que el mismo Jesús va a revelar enseguida a los doce. Pero
de esto meditaremos la semana que viene.