El fuerte monoteísmo de Israel implicaba una inicial cerrazón a la influencia de los pueblos vecinos
y sus religiones, para evitar el peligro de la idolatría y el sincretismo religioso. Sin embargo, esa
cerrazón acaba dando paso a una determinada apertura, un primer paso hacia la universalidad de
la salvación que Dios otorga a su pueblo: si Yahvé es el único Dios, es el Dios de todos los pueblos
y, por tanto, el salvador de todos. La salvación que propone a Israel no puede ser exclusiva ni
excluyente. Pero para poder ser participada por los no judíos, por los extranjeros, es necesario que
estos acepten al Dios de Israel, integrándose de algún modo en el pueblo elegido. En los profetas,
como vemos hoy en Isaías, se abre paso una primera forma de universalidad, en cierto modo,
“condicionada”: un extranjero puede entrar a formar parte de Israel, convertirse en un miembro
suyo, para poder participar así de la salvación del único Dios verdadero.
El cristianismo dio un paso decisivo hacia la universalidad de la salvación: no se trata ya de que
los otros pueblos entren a formar parte del pueblo elegido, sino de que el nuevo pueblo elegido,
convocado y reunido en torno a Cristo Jesús, salga de sí y vaya a los otros pueblos y proclame
entre ellos el Evangelio, haciendo discípulos y bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo (cf. Mt 28, 19). Esta nueva perspectiva de la universalidad, en cierto sentido
inversa a la proclamada por los profetas, se echa de ver en las palabras de Pablo en la carta a los
Romanos. El Evangelio ha sido aceptado por los gentiles y rechazado por los judíos. Aunque será
más exacto decir que los que han aceptado el Evangelio son mayoritariamente gentiles, aunque
también los hayan hecho algunos judíos. Es ahora a los judíos como pueblo a los que se llama a la
conversión a la nueva alianza que, sin embargo, ha venido por ellos. Su rechazo actual de Jesús
como el Mesías prometido, no significa que Dios los haya rechazado, porque, como dice Pablo, la
llamada de Dios es irrevocable y el pueblo de Israel sigue estando llamado a ser fuente de
bendiciones para el mundo.
Y es que la salvación, como nos enseña hoy el Evangelio, no depende de la nacionalidad, de la
raza, ni siquiera de la religión, sino solo de la fe viva que brota del corazón humano. Dicen los
especialistas que Jesús, muy probablemente no salió nunca del territorio de Israel. Pero si los textos
evangélicos nos dicen que sí que atravesó sus fronteras es porque los evangelistas (y la primera
generación cristiana) comprendieron que el mensaje de Jesús no se podía encerrar en unos límites
geográficos o nacionales.
En el episodio de la mujer cananea se manifiesta la profunda pedagogía de Jesús para con sus
discípulos (es decir, para con todos nosotros). Su silencio inicial fuerza la intervención de los
discípulos, que le piden que intervenga, al parecer que quitarse de en medio su molesta presencia.
Por un lado, así es y debe ser: los creyentes en Cristo Jesús debemos ser mediadores entre la
humanidad que sufre de muy diversas maneras y su acción sanadora y salvífica. Es verdad que, en
el caso que nos ocupa, nos parece que la motivación de los apóstoles no es precisamente ejemplar.
Pero, al menos, cumplen su función, y dan pie a Jesús para actuar en favor de la mujer, pero
también para catequizarlos. De hecho, Jesús justifica su silencio y su inacción basándose en los
prejuicios típicos de los judíos y, por tanto, muy probablemente, de sus propios discípulos. Utiliza
incluso la despectiva expresión que usaban con frecuencia (“perros”) para referirse a los gentiles.
Y la mujer, guiada por su propio dolor, por un interés vital (la liberación de su hija) que estaba por
encima de cuitas nacionales y religiosas, responde con gran sabiduría, y en el espíritu de ese primer
e insuficiente universalismo de los profetas: los perros también forman parte, a su manera, de la
familia y comen de las migas que caen de la mesa de los hijos. Es decir, la salvación de Israel
desborda sus límites geográficos y confesionales.
La conclusión de Jesús es el paso definitivo a una universalidad plena, que supera toda frontera:
lo importante es la fe que brota del corazón y que supone una confianza sin límites en la acción de
Dios que actúa por Jesucristo. Esa fe y no la pertenencia a determinado pueblo o cultura es lo que
nos permite participar de la salvación que Dios ofrece a todos en Cristo Jesús.
Un detalle muy significativo de toda la escena es su vinculación a una situación de grave necesidad
y de sufrimiento. Si la fe no conoce, o no debe conocer fronteras, tanto menos las conoce el
sufrimiento humano. La mujer cananea, extranjera y pagana, es ante todo una mujer, una madre
cuya hija está sufriendo gravemente. Y ese sufrimiento es idéntico en cualquier mujer y madre de
cualquier raza, nación, época, cultura o religión. El sufrimiento nos hermana y nos llama a
reaccionar con compasión, superando todo prejuicio, toda enemistad. Por eso, es en el sufrimiento
propio y ajeno en donde podemos sentir el estímulo para abrirnos a una fraternidad universal, cuyo
fundamento está en el Padre común, el Padre de Jesucristo, en el que toda división ha sido superada
y toda barrera derribada: “Él es nuestra paz, él ha hecho de los dos pueblos uno solo, derribando
el muro que los separaba, el odio” (Ef. 2, 14)