¿Dónde está realmente Dios? ¿En los acontecimientos extraordinarios y terribles, en la tormenta,
el terremoto y el fuego? ¿O en las situaciones cotidianas y, en apariencia insignificantes, como la
brisa suave que nos acaricia el rostro? A tenor de la Palabra que acabamos de escuchar, Dios está
en lo uno y en lo otro. De hecho, sabemos y creemos que Dios está en todas partes. Pero también
es verdad que no en todas ellas experimentamos por igual su presencia.
La brisa tenue es un signo de la tranquila cotidianidad: Dios no quiere asustarnos abrumándonos
con su presencia, sino acompañarnos en nuestro caminar cotidiano. La brisa tenue es lo que no
notamos, o notamos apenas. Pero, por eso mismo, ahí se da el peligro de no percibir la presencia
divina. No experimentamos ansiedad o temor, no nos sentimos amenazados por algún peligro, no
necesitamos ayuda… Nos parece que todo está en orden, que controlamos la situación, que todo
depende de nosotros y que no le debemos nada a nadie. En esos momentos, con facilidad,
olvidamos que ese orden, esa tranquilidad y esa normalidad tienen un fundamento, y que en la
suavidad de la brisa que nos acaricia el rostro hay un don que merece nuestro agradecimiento. Dice
el refrán que “nos acordamos de santa Bárbara cuando truena”; y podríamos completar que nos
olvidamos de dar gracias cuando pasa la tormenta. En la normalidad de nuestra vida cotidiana
necesitamos también un signo profético, que nos anuncie la presencia de Dios en la brisa tenue,
un signo como el de Elías, que se tapó el rostro con el manto a la salida de la cueva.
Hay algo de extraordinario y divino en la cotidianidad de nuestra vida. En el evangelio de hoy
partimos de la cotidianidad del comer, y de la extraordinaria multiplicación de los panes realizada
por Jesús con la cooperación de sus discípulos. Tras ese momento, Jesús dedica tiempo en despedir
a la multitud, y luego se retira a orar, muy posiblemente también para dar gracias al Padre por los
dones recibidos.
Pero, citando a la inversa otro célebre refrán, resulta que “después de la calma, viene la tempestad”.
La tormenta en el lago simboliza nuestras situaciones de crisis, esas situaciones que no
controlamos, que nos amenazan, nos atemorizan, nos hacen sentir nuestra debilidad. Puede ser una
situación personal de enfermedad, de conflicto, de crisis matrimonial, laboral, psicológica…;
puede ser también una situación de crisis social, como la reciente pandemia o un estallido bélico…
La barca zarandeada por las olas y el viento nos recuerda también a la Iglesia, que experimenta
crisis profundas, que, según nos parece, pueden llegar a amenazar su existencia.
Pues bien, el evangelio nos dice que también en esas tempestades está presente Dios. Tampoco
ahora es fácil reconocerlo y podemos confundirlo con un fantasma. Nuestros temores engendran
fantasmas que nos atemorizan y socavan nuestra confianza. Pero si en las maduras tenemos que
aprender a agradecer, las duras nos enseñan a confiar, a creer para vencer el temor. En medio de
la tempestad suena la voz de Jesús, “Soy yo, no tengáis miedo, ¡ánimo!” Confiando y venciendo
nuestros temores nos atrevemos a dar pasas que nos parecen imposibles, al menos para nosotros,
como caminar por el agua. Pero correr riesgos significa asumir peligros, y estos pueden dar al
traste con nuestra confianza inicial. La fe no es un camino de rosas. Es un camino de seguimiento
de Jesús, en el que encontramos dificultades internas y externas, en forma de miedos personales,
rechazos del entorno y exigencias de renuncias. Nuestras fuerzas y capacidades son limitadas, y
nuestra fe flaquea. Y, así como en la prosperidad oramos dando gracias, en la tempestad oramos
pidiendo ayuda, para que el Señor extienda su mano y nos sostenga con firmeza, impidiendo que
nos hundamos en la tristeza, la desesperación, la depresión o el cansancio. Sostenidos por esa mano
firme, se hará verdad el refrán antes citado: “después de la tempestad viene la calma”. Al menos
la calma interior de la fe y la confianza. Así lo dice el texto evangélico: “en cuanto subieron a la
barca amainó el viento”. Llega el tiempo de la brisa tenue, el tiempo de la adoración: “se
postraron”; y de la confesión: “realmente eres Hijo de Dios”.
Si Jesús recurre al Padre y lo hace de manera cotidiana y prolongada, pasando la noche en oración,
tanto más nosotros hemos de dedicarle tiempo a la oración, a la escucha de la Palabra, la alabanza,
la acción de gracias, la adoración y la súplica. Sólo así seremos capaces de percibir la presencia
de Dios en la brisa y en la tormenta, de vivir en actitud agradecida y con la confianza que nos
anima a superar nuestros miedos.
La actitud agradecida y la confianza de la fe transforman nuestra mirada y nos ayudan a ver las
realidades de nuestro mundo y de nuestra historia en una luz nueva. Pablo nos ofrece un buen
ejemplo de esto. En su ministerio experimentó con frecuencia la violenta oposición de sus propios
connacionales. Algunos han querido ver en Pablo, a causa de esta confrontación, una de las raíces
del antisemitismo. Pero en el emocionado párrafo de la carta de los Romanos que hemos leído hoy
descubrimos un verdadero y apasionado amor por los de su pueblo, así como un profundo
agradecimiento, porque por ellos ha venido a nosotros el Mesías, el que está por encima de todo,
y alimenta la esperanza de que toda oposición y enemistad está llamada a ser superada en el Dios
bendito por los siglos